El Inmortal de Borges tiene carácter iniciático en
mi quehacer artístico.
Si bien
siempre ha sido cuestión obvia que mi habilidad innata era el dibujo, cuando
decidí en plano consciente que el arte era mi única opción para evadir el
suicidio, yo quería ser un pintor. Así que me empeciné en pintar aun cuando a
ese respecto demostraba con contundencia ser absolutamente torpe.
Insistí con
esa obcecación rayana en la histeria, invariablemente
demostrando que no era buena en eso.
Pero la práctica obsesiva hace al oficio y desarrollé algunos trucos
para dibujar con el pincel y demostrar algo
de originalidad figurativa en un entorno
que allá a los fines de los 80 era predominantemente abstracto.
Lo único
sensato que sí hice en esa época fue
escuchar lo que me decían. Siempre he
estado atenta a la opinión de los demás, no para doblegarme a ella sino para
analizarla con minuciosidad de autopsia y rescatar lo útil. Y si bien para mí dibujar era una categoría
menor a ser pintor, venía compilando el coincidente juicio de que mi dibujo era
bueno mientras mi técnica pictórica inexistente.
Sin embargo,
seguí –y sigo- luchando con el pincel a brazo partido. Probando distintas disciplinas para descubrir
alguna que me fuera fácil. Leyendo,
estudiando, visitando museos, insistiendo en mi taller. Pero probablemente no hubiera avanzado mucho
si no hubiera escuchado allá en 1994 la amable sugerencia de ¿Por
qué no intentás dibujar algo y lo presentás a un concurso a ver qué pasa?
La pregunta,
sin mala intención, me la hizo Hector
Tanzola, por entonces funcionario de la Casa de Cultura de Lanús, donde yo había participado en varias
convocatorias y una de mis Máscara con Mantilla había recibido una
mención del jurado. A él le gustaba mi
trabajo y siempre había sido generoso en su trato y en su valoración de mi obra. Y entendiendo que su consejo era
absolutamente constructivo por primera vez me consideré seriamente dibujar un “dibujo”, con lápiz, con la sola intensión
de ser un “dibujo” que se mostrara como tal sin ninguna pretensión “pictórica”.
Lo inicié
sin entusiasmo ni convicción. Yo no
sabía ni me interesaba hacer eso. Pero
lo tomé como un gesto de buena voluntad: le iba a mostrar con toda honestidad a
alguien que se interesaba en mi obra que yo era una –mala- pintora porque no
sabía hacer otra cosa. Que yo era un
fraude.
Y fue abrir
la consabida Caja de Pandora. Mi primer dibujo fue El Inmortal. Y de ahí, sin solución de continuidad, toda la serie de Borgeanas, que desembocarían
expuestas en La Manzana de Las Luces,
de dónde surgieron un montón de otras cosas, todas hacia adelante.
De la nada a
descubrir el placer absoluto. No sólo era
fácil (comparado con mis luchas con el
pincel ¡facilísimo!), satisfactorio, y definitivamente rítmico. Podía mezclar formas, texturas y dimensiones; arrancar de un punto y extender hacia el
infinito a puro vértigo. Podía todo eso
que con la pintura, que con el color, no podía.
Logré la mixtura entre la idea y la forma, el juego intelectual en
armonía con el juego visual. Me era
posible la improvisación y la sorpresa.
Dibujar era el paraíso prometido, un paraíso que siempre estuvo ahí mientras
yo me empeñaba en ir a buscarlo a otro lado.
Años después
el color se agregó con lápices de
grafitos y acuarelables, después la acuarela, el óleo y el acrílico; más cerca las deliciosas lapiceras de gel con brillitos,
comprendiendo que las mixturas eran un derroche lúdico al que estaba destinada. Aprendí la multiplicidad borgeana del “ser” desarrollada
magistralmente en El
Inmortal aplicada a un modo de hacer arte que era el más adecuado para
mí.
Hoy me es
fácil entender que me correspondía ser muchas cosas, que espero puedan resumirse en ser artista.
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