lunes, 25 de agosto de 2014


   El Inmortal de Borges tiene carácter iniciático en  mi quehacer artístico.
 
   Si bien siempre ha sido cuestión obvia que mi habilidad innata era el dibujo, cuando decidí en plano consciente que el arte era mi única opción para evadir el suicidio, yo quería ser un pintor.  Así que me empeciné en pintar aun cuando a ese respecto demostraba con contundencia ser absolutamente torpe.

  Insistí con esa  obcecación rayana en la histeria, invariablemente demostrando que no era buena en eso.   Pero la práctica obsesiva hace al oficio y desarrollé algunos trucos para dibujar  con el pincel y demostrar algo de originalidad figurativa  en un entorno que allá a los fines de los 80 era predominantemente abstracto.

  Lo único sensato  que sí hice en esa época fue escuchar lo que me decían.  Siempre he estado atenta a la opinión de los demás, no para doblegarme a ella sino para analizarla con minuciosidad de autopsia y rescatar lo útil.  Y si bien para mí dibujar era una categoría menor a ser pintor, venía compilando el coincidente juicio de que mi dibujo era bueno mientras mi técnica pictórica inexistente.

  Sin embargo, seguí –y sigo- luchando con el pincel a brazo partido.  Probando distintas disciplinas para descubrir alguna que me fuera fácil.  Leyendo, estudiando, visitando museos, insistiendo en mi taller.  Pero probablemente no hubiera avanzado mucho si no hubiera escuchado allá en 1994 la amable sugerencia de ¿Por qué no intentás dibujar algo y lo presentás a un concurso a ver qué pasa?
 
  La pregunta, sin mala intención, me la hizo Hector Tanzola, por entonces funcionario de la Casa de Cultura de Lanús, donde yo había participado en varias convocatorias y una de mis Máscara con Mantilla había recibido una mención del jurado.  A él le gustaba mi trabajo y siempre había sido generoso en su trato y en su valoración de mi obra.  Y entendiendo que su consejo era absolutamente constructivo por primera vez me consideré seriamente  dibujar un “dibujo”, con lápiz, con la sola intensión de ser un “dibujo” que se mostrara como tal sin ninguna pretensión “pictórica”. 

  Lo inicié sin entusiasmo ni convicción.  Yo no sabía ni me interesaba hacer eso.  Pero lo tomé como un gesto de buena voluntad: le iba a mostrar con toda honestidad a alguien que se interesaba en mi obra que yo era una –mala- pintora porque no sabía hacer otra cosa.  Que yo era un fraude. 

  Y fue abrir la consabida Caja de Pandora.  Mi primer dibujo fue El Inmortal.  Y de ahí, sin solución de continuidad,  toda la serie de Borgeanas, que desembocarían expuestas en La Manzana de Las Luces, de dónde surgieron un montón de otras cosas, todas hacia adelante.
 
 


 

  De la nada a descubrir el placer absoluto.  No sólo era fácil (comparado con mis luchas con  el pincel ¡facilísimo!), satisfactorio, y definitivamente rítmico.  Podía mezclar formas, texturas y dimensiones;  arrancar de un punto y extender hacia el infinito a puro vértigo.  Podía todo eso que con la pintura, que con el color, no podía.  Logré la mixtura entre la idea y la forma, el juego intelectual en armonía con el juego visual.   Me era posible la improvisación y la sorpresa.  Dibujar era el paraíso prometido, un paraíso que siempre estuvo ahí mientras yo me empeñaba en ir a buscarlo a otro lado.

  Años después el color se agregó con  lápices de grafitos y acuarelables, después la acuarela, el óleo y el acrílico; más cerca las deliciosas lapiceras de gel con brillitos, comprendiendo que las mixturas eran un derroche lúdico al que estaba destinada.  Aprendí  la multiplicidad  borgeana  del “ser” desarrollada magistralmente en El Inmortal aplicada a un modo de hacer arte que era el más adecuado para mí. 
  Hoy me es fácil entender que me correspondía ser  muchas cosas, que espero puedan resumirse en ser artista.

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