martes, 5 de agosto de 2014

  “Somos todo el pasado, somos nuestra sangre, somos la gente que hemos visto morir, somos los libros que nos han mejorado, somos gratamente los otros.”  Jorge Luis Borges.


   Días atrás,  demorándome entre las estanterías de Arte y Diseño de El Ateneo Grand Splendid, me encontré con un catálogo soberbiamente ilustrado de la obra de Juan Lascano,  “Lascano Siglo XXI” por  Ignacio Gutierrez Zaldivar,   editado por Zurbarán Galería.  Un libro precioso, bien diagramado con la trayectoria de Lascano y con fotografías espléndidas de las espléndidas obras realistas de este gran  maestro argentino contemporáneo.

  Ese casual encuentro me llevó a rememorar un fin de semana hace ¿cuánto?  ¿veinte años ya?, cuando asistí a un seminario con modelo vivo que impartía el maestro Lascano.  Se llevaba a cabo un sábado y domingo por la tarde, en su propio departamento que si mal no recuerdo era sobre calle Paraguay frente a una plazoleta, en una de esas zonas indescriptiblemente bellas de Baires que parecen una postal parisina.  Yo me había enterado por el diario, llamé por teléfono, creo que hablé con su esposa que coordinaba el seminario, el costo de la actividad estaba dentro de mi presupuesto y conseguí lugar.

  Era un grupo pequeño, no creo que superáramos las diez personas.  Todas mujeres.  Me temo que la mayoría aficionadas que sucumbían al encanto de compartir un rato con el artista que había retratado a Mirtha Legrand y a Susana Giménez.  Supongo que era un ambiente muy señora gorda de clase alta advenediza.  Pero yo no prestaba demasiada atención a esos detalles, y la posibilidad de tener contacto con alguien que lograba la piel femenina con sutileza clásica y encima poder volver a trabajar con modelo vivo era más que suficiente para tenerme en éxtasis.  


  La cuestión es que esas dos tardes fueron perfectas.  Lascano se mostraba cordial y gentil en el marco de un lugar hermoso, con la luz natural del parque de enfrente que entraba por el ventanal (¿un tercer o un cuarto piso? No me acuerdo...).  Y en las paredes había varias obras suyas; en especial, en la pared que daba a la espalda del sector de trabajo, un enorme desnudo femenino con el brazo y la mano más logrados que he visto en mi vida.  Sé que va a sonar como una “alegoría”, como una licencia poética para acentuar la perfección de una obra bellísima.  Pero la verdad es que si uno se quedaba mirando esa figura, su exquisita muñeca, uno podía percibir el leve latido de su pulso.  Era soberbia.  Y yo sólo quería quedarme ahí mirándola para quien sabe, quizá contagiarme por ósmosis  una pizca de ese talento y alguna remota vez aspirar a hacer algo tan perfecto.

  La modelo que concurrió al seminario era una muchacha menuda, trigueña, muy profesional, que mantuvo la postura con gracia imperturbable durante largas horas.  Yo trabajé sobre papel, dibujándola al lápiz.  Obviamente, como me es inevitable, hice el posicionamiento muy rápido, una media hora, y luego me demoré todo el fin de semana jugando en sombreados innecesarios.

  Lascano fue “retenido” en asistencia por las otras participantes del seminario, pero las escasas veces que pasó junto a mí me hizo notar (con esa amable sutiliza de los grandes maestros) los errores cometidos o las mejoras en el volumen que podía trabajar con golpes de luz hechos con  el apoyo fugaz de la goma. 

  El último día, cerca de la despedida, supongo que creyendo que yo esperaba más aun de ese placentero y satisfactorio fin de semana, se detuvo a comentar puntualmente mi trabajo. Me dijo que mi dibujo era muy bueno, para agregar, suave, como disculpándose de la sugerencia, que intentara dibujar con lápices duros de punta fina, que me obligaran a tener que trazar y trazar líneas para llegar al efecto deseado.  Con cortesía y amabilidad me dio una impresionante lección de dibujo con ese solo consejo.  Sin decirlo me dijo que yo era atropellada y bruta, que me aprovechaba de mi capacidad natural para el dibujo sin trabajar para nada ese don.  Que lo que yo hacía era chapucero, que me faltaba cuidado, interés y empeño, que tenía que exigirme más, mucho más, no conformarme con lo que me salía fácil. Tenía que aspirar a lo que no podía.


  Ese fue el origen –estoy convencida- de que yo acabar dibujando con lapiceras de gel y fibras de punta fina.  Tras ese fin de semana dejé de comprar lápices de dibujo blandos nro. 4 y en adelante, y empecé a limitarme a los HB y a los blandos 2 y 3; después retomé el plumín y la tinta china.  Muchas rayitas.  Buscar siempre el camino más difícil.

  Juan Lascano ni debe tener registro de mí, es más que seguro que no me recuerda de aquel escueto seminario de fin de semana.  Debe ignorar lo muchísimo que me educó con ese consejo –insisto, dicho del modo más casual y considerado que uno pueda imaginarse-.  Aun siendo autodidacta, Lascano ha sido mi maestro. Uno de los dos que he tenido.


  El otro es un viejo pintor de Lanús que fue profesor de dibujo de mi mamá allá por los años 50 y posteriormente mío cuando tendría unos 9 o 10 años.  Yo, repito, dibujaba fácil y rápido.   Y era muy sucia, ya que arrastraba el grafito apoyando la mano sobre el trabajo.

  Alberto Mallaurelie (no estoy segura de que se escriba así el apellido) tenía su escuela de Dibujo y Pintura en un primer piso sobre la calle 9 de Julio en Lanús Este.  Allí, en pupitres individuales y en una media docena de caballetes,  impartía clases para todo tipo de edades en diversos turnos.

  El viejo Mallaurelie, alto, rígido, silente, con un delantal blanco y las manos sujetas a la espalda, se paseaba por la sala parándose junto a cada alumno y hacía indicaciones precisas y contundentes.  Marcaba con su lápiz los errores, posicionaba figuras más ubicadas y sacaba punta con una navaja a quien pretendía trabajar con lápices mochos.

 A mi desde el principio me dejaba hacer, cuando yo terminaba y pedía su aprobación para empezar a pintar él me decía que lo borrara todo y empezara de nuevo.  Él era imponente y serio y yo muy chiquita y tímida, ni se me ocurría discutir tal orden o preguntar sus razones.  Borraba (o tiraba la hoja que era un enchastre) y empezaba de nuevo.  


  Creo que recién años después entendí de que se trataba: tenía que ir despacio no por una cuestión de tiempo o de dificultad, sino para disfrutar lo que hacía.  En mi rehacer y rehacer aprendí no a dibujar sino a disfrutar el dibujar.  Porque realmente no me importaba hacerlo de nuevo, ya que no me atraía tanto pintar.  Y supongo que el viejo lo sabía.  Con el tiempo me dejó elegir libremente lo que yo quería dibujar y cuando me trababa con el trazo no me auxiliaba en el dibujo (bocetando como le hacía a otros) sino golpeteando con su lápiz el modelo.  Me enseñó a mirar.  A que el problema no era que no podía dibujar sino que no había entendido la realidad de lo que quería dibujar.  El viejo Mallaurelie me enseñó a que un buen dibujante es un observador paciente y astuto. 

  Los dos maestros que reconozco como tales me formaron casi sin amagar en momento alguno a enseñarme nada en concreto.  Me sugirieron herramientas y me dejaron hacer.  Como dice Borges –nunca más exacto para mí- soy gratamente los otros.




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