sábado, 23 de agosto de 2014

 Alegato en defensa del kitsch (de la Playboy y de Bradbury)





















 Transcribo un fragmento más de Eco, que no sé si exactamente defiende al kitsch como simplificación del arte para consumo, pero sí abre la puerta a la posibilidad de que los extremos (o los excesos) se constituyan en disparador de posibilidades.  Tal vez yo soy demasiado optimista, pero cualquier argumentación que mezcle a la Playboy con Ray Bradbury, Picasso y la hipocresía cultural merece ser compartida.


  “El Kitsch prevé una contaminación menos resuelta, una más aparente voluntad de prestigio. (…)  Ray Bradbury, (…) escribe una novela para PlayboyPlayboy, como sabemos, es una revista que suele publicar fotografías de muchachas desnudas, con notable malicia y habilidad.  En esto Playboy no es Kitsch: no finge un desnudo de arte –escuálida coartada de la pornografía-, sino que emplea todos los medios técnicos y artísticos que encuentra a su disposición en el mercado para producir desnudos excitantes, aunque no vulgares, acompañándoles de cartoons chispeantes y agradables.    Desgraciadamente, Playboy busca promociones en el plano cultural, pretende ser una especie de New Yorker para libertinos y juerguistas; y recurre a la colaboración de narradores de fama, que no desdeñan el improbable connubio con el resto de la revista, proporcionar una coartada culta al comprador en lucha con su propia conciencia, el narrador produce con frecuencia un mensaje-coartada.  Produce Kitsch por medio de una operación que es Kitsch en sus  raíces…  También Badbury narra el encuentro entre dos personas, pero ¿cómo podría, queriendo ´hacer arte´, recurrir al lugar común de un encuentro entre dos amantes?  ¿No podrá entrar más rápida y directamente en el mundo de los valores, si narra el amor de un hombre por una obra de arte? Y en Una estación con tiempo sereno nos habla Bradbury de un hombre que, arrastrando a su esposa, enternecida y turbada, se decide a pasar las vacaciones en la costa francesa (imagínese, ¡desde América!), en los alrededores de Vallauris.  La finalidad es sentirse próximo a su propio ídolo: Picasso.  El cálculo resulta perfecto: tenemos arte, modernidad y prestigio.  Picasso no es elegido por casualidad: todo el mundo le conoce, su obra se ha convertido ya en fetiche, mensajes leídos según un esquema ya prescrito.

  Y cierta tarde, nuestro personaje, al anochecer, paseando reveur por la playa desierta, distingue a lo lejos un hombrecillo anciano, que dibuja en la arena con un bastón extraños signos y figuras.  Inútil decir que se trata de Picasso,  Nuestro hombre se da cuenta de ello, después de habérsele acercado por la espalda y haber visto los dibujos trazados en la arena.  Observa conteniendo el aliento, temeroso de romper el encanto.  Después Picasso se aleja y desaparece.  El enamorado desearía poseer la obra, pero la marea está subiendo: dentro de poco el agua de mar cubrirá la arena, y el encanto habrá desaparecido. (…) Veamos… que observa el protagonista…: ´Porque sobre la lisa playa había imágenes de leones griegos y cabras mediterráneas y de muchachas con carnes de arena parecida a polvo de oro y sátiros tocando cuernos esculpidos a mano y niños danzantes, lanzando flores a lo largo de toda la playa… A lo largo de la playa en una línea ininterrumpida, la mano, el estilo lígneo de aquel hombre… bosquejaba, unía, enlazaba, aquí y allá, alrededor, dentro, fuera, a través, delineaba, subrayaba, concluía… Todo daba vueltas y se mecía en el propio viento y en la propia gravedad…´

  …Se prescribe al lector qué es lo que debe individualizarse y disfrutar –y cómo disfrutarlo- en la obra de Picasso; mejor, de la obra de Picasso se le proporciona una quintaesencia, un resumé, una imagen condensada.  Debe notarse que de Picasso se ha elegido el momento más fácil y decorativo (gravita también sobre el pintor, espléndidamente retratado en esta fase de su producción, una sospecha de Kitsch…) y que se acepta del artista la imagen más convencional y romántica. (…)  Por un lado, Bradbury interpreta el arte picassiano con un típico empleo de código empobrecido (reducido al puro gusto del arabesco, y a un vulgar repertorio de relaciones convencionales entre figuras estereotipadas y sentimientos asimismo prefijados), y por otro, su fragmento constituye una típica comprobación de estilemas tomados de toda tradición decadente (…) unido todo por la intención explícita de cumular efectos.  Y, no obstante, el mensaje pretende ser intencionado en cuanto a tal: es formulado de modo que el lector se entusiasme con un autor que ´escribe tan bien´.

  (…) La narración no sólo es consumible, sino bella, y pone a su disposición la belleza.  Entre esta belleza y la de las muchachas de la página central de Playboy no existe mucha diferencia; salvo que, siendo ambas gastronómicas, la segunda ostenta una hipocresía más maliciosa, la representación fotográfica exige una referencia real, de la cual existe forzosamente incluso un número de teléfono.  El verdadero Kitsch, en cuanto Mentira, está en el fragmento de arte de Ray Bradbury.

  (…) Con todo, bastaría un solo individuo que, excitado por la lectura de Bradbury, se acercara por primera vez a Picasso, y ante las obras de éste, reproducidas en cualquier libro, encontrase el camino para una aventura personal, en la que el estímulo de Bradbury se hubiera consumado, para dejar paso a una vigorosa uy original toma de posesión de un modo de formar, de un modo pictórico…  Bastaría esto para hacer sospechosas todas las definiciones teóricas acerca del buen y del mal gusto.

  Pero son estas, elucubraciones del tipo de ´los caminos del Señor son infinitos´: la enfermedad puede acercar a Dios, pero para un médico, por muy creyente que sea, el primer deber es diagnosticar y curar las enfermedades.” 

Umberto Eco,  Apocalípticos e integrados   Random House Mondadori S.A., Uruguay 2012, pág. 156/159


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