martes, 26 de agosto de 2014

   -¿Y dónde está El Inmortal ahora? 
   Me paralicé al escuchar la pregunta.  De haber abierto la boca en ese momento hubiera exclamado con sinceridad: “¡no tengo la menor idea!”, con lo que hubiera  dado más letra al infundio de que soy algo desordenada con mis cosas.  Afortunadamente, estábamos en el subsuelo del Starbucks de Lavalle y Uruguay, con casi medio balde de café a disposición, así que me refugié en la excusa de beber mientras desesperadamente trataba de recordar a dónde había ido a parar esa obra. 


  No deja de asombrarme lo selectiva (y caprichosa) que puede ser mi memoria. Soy capaz de recordar detalles mínimos sobre el proceso de creación de una obra, sus primeras exhibiciones o sus primeros rechazos. Las críticas que generó.  Después entra todo en un cono de sombra, cuando mi interés se dispara tras otra cosa.  Y cuando le estoy prestando atención a algo en particular  el resto del universo se desdibuja en un pálido esfumado.

  Pero la cafeína despabila, más en las elevadas dosis en que se consume en los cafés de moda. ¡Lo recordé! Y haciendo como que nunca tuve duda sobre su paradero afirmé con aburrida convicción:  “Está en el sur, en San Martin de Los Andes.  Es una de las obras que mandé al Hostel”.


  Pero como realmente no estaba  segura y tengo esta tendencia neurótica hacia la precisión, en cuanto pude corrí a mi archivo y me puse a revolver mis registros.  Suspiré con alivio al confirmar que estaba en lo cierto.  Me sorprendió descubrir a otras obras cuyo paradero también ignoraba.  Trataré de recordarlo, por si alguna vez alguien pregunta.  Es cierto: nada se pierde, todo se transforma (en incertidumbre…).











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