-¿Y
dónde está El Inmortal ahora?
Me paralicé
al escuchar la pregunta. De haber
abierto la boca en ese momento hubiera exclamado con sinceridad: “¡no tengo la
menor idea!”, con lo que hubiera dado
más letra al infundio de que soy algo
desordenada con mis cosas. Afortunadamente,
estábamos en el subsuelo del Starbucks
de Lavalle y Uruguay, con casi medio
balde de café a disposición, así que me refugié en la excusa de beber mientras
desesperadamente trataba de recordar a dónde había ido a parar esa obra.
No deja de
asombrarme lo selectiva (y caprichosa) que puede ser mi memoria. Soy capaz de
recordar detalles mínimos sobre el proceso de creación de una obra, sus
primeras exhibiciones o sus primeros rechazos. Las críticas que generó. Después entra todo en un cono de sombra,
cuando mi interés se dispara tras otra cosa.
Y cuando le estoy prestando atención a algo en particular el resto del universo se desdibuja en un pálido
esfumado.
Pero la
cafeína despabila, más en las elevadas dosis en que se consume en los cafés de
moda. ¡Lo recordé! Y haciendo como que nunca tuve duda sobre su paradero afirmé
con aburrida convicción: “Está en el sur, en San Martin de Los Andes. Es
una de las obras que mandé al Hostel”.
Pero como realmente
no estaba segura y tengo esta tendencia
neurótica hacia la precisión, en cuanto pude corrí a mi archivo y me puse a
revolver mis registros. Suspiré con
alivio al confirmar que estaba en lo cierto.
Me sorprendió descubrir a otras obras cuyo paradero también ignoraba. Trataré de
recordarlo, por si alguna vez alguien pregunta.
Es cierto: nada se pierde, todo se transforma (en incertidumbre…).
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