viernes, 15 de agosto de 2014
























   “Así que, por lo que parece, muchos lectores, independientemente de su estatus cultural, son, o se vuelven, incapaces de distinguir entre ficción y realidad.  Se toman en serio a personajes de ficción, como si los personajes fueran seres humanos reales. (…) …En El Péndulo de Foucault, Jacopo Belbo, tras asistir a una liturgia alquímica de ensueños, trata irónicamente de justificar la práctica de los adoradores con la observación de que ´el problema no consiste en saber si (estas persones) son mejores o peores que los (cristianos) que van al santuario.  Me estaba preguntando quiénes somos nosotros.  Nosotros, que pensamos que Hamlet es más real que el portero de nuestras casas.  ¿Qué derecho tengo a juzgar a estos, yo que voy buscando a madame Bovary para armarle un escándalo?´ (…)
…Dumas comenta en sus memorias: ´Crear personajes que matan a los de los historiadores es privilegio de los novelistas.  El motivo es que los historiadores evocan a simples fantasmas, mientras que los novelistas crean a personas de carne y hueso.´ (…)
El Papa y el Dalai Lama pueden pasarse años discutiendo si es cierto que Jesucristo es el hijo de dios, pero (si están bien informados sobre literatura y cómics) ambos tienen que admitir que Clark Kent es Superman, y viceversa.  Así que esta es la función epistemológica de las afirmaciones de la ficción: pueden usarse como prueba de fuego de la irrefutabilidad de las verdades.”

Umberto Eco, Confesiones de un joven novelista  Lumen Buenos Aires 2011, pág. 76/77 y 99.


  Cuando estos tiempos interesantes que estamos viviendo por aquí (ciertamente la Argentina no es lugar propicio para el aburrimiento o la previsible monotonía; somos la alegoría de una montaña rusa desbocada convertida en país) se vuelven agobiantes, siempre queda la chance de huir a la realidad real de la literatura.  Regresar al encuentro de esos viejos amigos, esos conocidos e inalterables personajes en cuya conducta incorruptible confiamos sin margen de duda y  que nos permiten respirar con alivio y seguridad.  Volver al hogar, ese lugar donde nada malo puede pasarnos.

  A veces creo que esa es la respuesta a la odiosa pregunta de para qué sirve el arte.  Sirve para darte amparo cuando todo lo demás se desmorona.   Cuando uno se siente huérfano de toda piedad y abandonado por todo afecto.  Cuando no queda nada, queda el arte.



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