“Así
que, por lo que parece, muchos lectores, independientemente de su estatus
cultural, son, o se vuelven, incapaces de distinguir entre ficción y
realidad. Se toman en serio a personajes
de ficción, como si los personajes fueran seres humanos reales. (…) …En El Péndulo de Foucault, Jacopo Belbo,
tras asistir a una liturgia alquímica de ensueños, trata irónicamente de
justificar la práctica de los adoradores con la observación de que ´el problema no consiste en saber si (estas
persones) son mejores o peores que los (cristianos) que van al santuario. Me estaba preguntando quiénes somos
nosotros. Nosotros, que pensamos que
Hamlet es más real que el portero de nuestras casas. ¿Qué derecho tengo a juzgar a estos, yo que
voy buscando a madame Bovary para armarle un escándalo?´ (…)
…Dumas
comenta en sus memorias: ´Crear
personajes que matan a los de los historiadores es privilegio de los
novelistas. El motivo es que los
historiadores evocan a simples fantasmas, mientras que los novelistas crean a
personas de carne y hueso.´ (…)
El
Papa y el Dalai Lama pueden pasarse años discutiendo si es cierto que
Jesucristo es el hijo de dios, pero (si están bien informados sobre literatura
y cómics) ambos tienen que admitir que Clark Kent es Superman, y
viceversa. Así que esta es la función
epistemológica de las afirmaciones de la ficción: pueden usarse como prueba de
fuego de la irrefutabilidad de las verdades.”
Umberto
Eco, Confesiones de un joven novelista Lumen Buenos Aires 2011, pág. 76/77 y 99.
Cuando estos
tiempos
interesantes que estamos viviendo por aquí (ciertamente la Argentina no es lugar propicio para el aburrimiento o la
previsible monotonía; somos la alegoría de una montaña rusa desbocada convertida
en país) se vuelven agobiantes, siempre queda la chance de huir a la realidad
real de la literatura. Regresar al
encuentro de esos viejos amigos, esos conocidos e inalterables personajes en cuya
conducta incorruptible confiamos sin margen de duda y que nos permiten respirar con alivio y
seguridad. Volver al hogar, ese lugar
donde nada malo puede pasarnos.
A veces creo
que esa es la respuesta a la odiosa pregunta de para qué sirve el arte.
Sirve para darte amparo cuando todo lo demás se desmorona. Cuando
uno se siente huérfano de toda piedad y abandonado por todo afecto. Cuando no queda nada, queda el arte.
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