Apenas
vi que un ojo me guiñaba la vida
le pedí que a su antojo dispusiera de mí,
ella me dio las llaves de la ciudad prohibida
yo, todo lo que tengo, que es nada, se lo dí.
Así crecí volando y volé tan deprisa
que hasta mi propia sombra de vista me perdió,
le pedí que a su antojo dispusiera de mí,
ella me dio las llaves de la ciudad prohibida
yo, todo lo que tengo, que es nada, se lo dí.
Así crecí volando y volé tan deprisa
que hasta mi propia sombra de vista me perdió,
(…)
Así que, de momento, nada de adiós muchachos,
me duermo en los entierros de mi generación;
cada noche me invento, todavía me emborracho;
tan joven y tan viejo, like a rolling stone.
Así que, de momento, nada de adiós muchachos,
me duermo en los entierros de mi generación;
cada noche me invento, todavía me emborracho;
tan joven y tan viejo, like a rolling stone.
(Tan joven y tan viejo, Joaquín Sabina)
Ayer sábado
amaneció soleado y con amagues primaverales, lo que me permitió perderme en mi
taller desde temprano. Sólo puedo
trabajar a gusto frente al caballete cuando la luz natural es potente y la
temperatura cálida. Ayer parecía ser uno
de esos días donde todo resulta perfecto a mi antojo.
Hasta
la vieja computadora que uso como centro
musical se portó bien y no se apagó ni trabó en ningún momento y permitió que
desde las nueve de la mañana hasta pasada las cuatro de la tarde iTunes
reprodujera en aleatorio mi música favorita.
Así da gusto
y se vuelve fácil trabajar. Demonios
avanzó a buen ritmo y con atisbos de satisfactoria calidad. Si bien pintar al óleo por lo general me
causa más fastidio que placer, cuando los astros están alineados –como ayer-
logra ser la más grata de las técnicas.
No diré que
pinte “en trance”, porque esa
expresión es estúpida y un cliché ridículo de aquellos que creen que el arte es
algo distinto de mucho esfuerzo, mucha pasión y demasiado trabajo a destajo. No existe el “estado alfa”, sólo existe una luminosa mañana, mucha energía
retroalimentada por la eficacia de la labor y buena música que obliga a
bailotear alrededor del maltrecho caballete esquivándolo con prudencia.
Debo
confesar que no sólo bailo mientras pinto sino que canto –mal- a los
gritos. Afortunadamente, pongo la música
tan alta que supongo los vecinos no sufren la inexistencia de mis talentos musicales. Pero más allá de lo molesta que puedo
resultar a mi entorno, me divierto muchísimo.
Nada hay más placentero que pintar cantando sobre los temas y zarandeándose alegremente.
En esos
momentos pintar se vuelve algo puramente físico, el cerebro se desconecta y se
dedica a saborear las letras de las canciones, mientras el estómago registra la
intensidad del color y en la boca se saborea cuando la pincelada dio en el
lugar exacto. La luz se vuelve
perceptible al tacto y el placer es un concreto choque eléctrico en la columna
vertebral. Son estos momentos lo que
justifican todo lo demás. Poco importa
si a uno lo valoran o no como artista, si la obra es aceptada o uno tiene que
trabajar de estibador portuario para sobrevivir. Es el hacer lo que cuenta. Sólo eso.
Se es artista porque uno es un hedonista confeso e irredimible. Se vive por la creación no por el
resultado. Por eso puede soportarse el fracaso. el rechazo, el abandono; te quitan el después pero nunca pueden quitarte el mientras tanto.
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