domingo, 17 de agosto de 2014

























Apenas vi que un ojo me guiñaba la vida
le pedí que a su antojo dispusiera de mí,
ella me dio las llaves de la ciudad prohibida
yo, todo lo que tengo, que es nada, se lo dí.

Así crecí volando y volé tan deprisa
que hasta mi propia sombra de vista me perdió, 
(…)

Así que, de momento, nada de adiós muchachos,
me duermo en los entierros de mi generación;
cada noche me invento, todavía me emborracho;
tan joven y tan viejo, like a rolling stone.

(Tan joven y tan viejo, Joaquín  Sabina)


  Ayer sábado amaneció soleado y con amagues primaverales, lo que me permitió perderme en mi taller desde temprano.  Sólo puedo trabajar a gusto frente al caballete cuando la luz natural es potente y la temperatura cálida.  Ayer parecía ser uno de esos días donde todo resulta perfecto a mi antojo.

  Hasta la  vieja computadora que uso como centro musical se portó bien y no se apagó ni trabó en ningún momento y permitió que desde las nueve de la mañana hasta pasada las cuatro de la tarde iTunes reprodujera en aleatorio mi música favorita.

  Así da gusto y se vuelve fácil trabajar.  Demonios avanzó a buen ritmo y con atisbos de satisfactoria calidad.  Si bien pintar al óleo por lo general me causa más fastidio que placer, cuando los astros están alineados –como ayer- logra ser la más grata de las técnicas.


  No diré que pinte “en trance”, porque esa expresión es estúpida y un cliché ridículo de aquellos que creen que el arte es algo distinto de mucho esfuerzo, mucha pasión y demasiado trabajo a destajo.  No existe el “estado alfa”, sólo existe una luminosa mañana, mucha energía retroalimentada por la eficacia de la labor y buena música que obliga a bailotear alrededor del maltrecho caballete esquivándolo con  prudencia.

  Debo confesar que no sólo bailo mientras pinto sino que canto –mal- a los gritos.  Afortunadamente, pongo la música tan alta que supongo los vecinos no sufren la inexistencia de mis talentos musicales.  Pero más allá de lo molesta que puedo resultar a mi entorno, me divierto muchísimo.  Nada hay más placentero que pintar cantando sobre los temas y  zarandeándose alegremente.


   En esos momentos pintar se vuelve algo puramente físico, el cerebro se desconecta y se dedica a saborear las letras de las canciones, mientras el estómago registra la intensidad del color y en la boca se saborea cuando la pincelada dio en el lugar exacto.  La luz se vuelve perceptible al tacto y el placer es un concreto choque eléctrico en la columna vertebral.  Son estos momentos lo que justifican todo lo demás.  Poco importa si a uno lo valoran o no como artista, si la obra es aceptada o uno tiene que trabajar de estibador portuario para sobrevivir.  Es el hacer lo que cuenta.  Sólo eso.  Se es artista porque uno es un hedonista confeso e irredimible.  Se vive por la creación no por el resultado.  Por eso puede soportarse el fracaso. el rechazo, el abandono; te quitan el después pero nunca pueden quitarte el mientras tanto. 


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