“Condenar
el arte de propaganda en nombre del arte por el arte es un extraño error. Al menos, cuando la calidad de la técnica no
obstaculiza la difusión o la comprensión (y es el caso del cinematógrafo), la
forma nada pierde al vestir un contenido que determinen las necesidades
políticas. Hay pruebas de que puede,
incluso, acomodarse magníficamente a ello.
Más aún: al modificarse rápidamente la política, el contenido de la obra
está destinado a verse desprovisto de valor e inutilizable con igual velocidad,
de modo que le es fácil al artista tomarlo como simple punto de apoyo y hacer,
con plena conciencia estética, tantas obras maestras formales cuanto más
cambios súbitos de opinión le ofrezca su gobierno. Ya no defiende una fe, sino un
oportunismo. El arte de propaganda,
pues, alcanza paradójicamente al arte por el arte en su mismo desprecio por el
asunto, en su misma indiferencia por el valor humano del contenido, en su mismo
desdén al antiguo esfuerzo por la expresión, por el enriquecimiento, por el
ahondamiento de los deseos y sufrimientos del alma, cuando la belleza parecía no
poder ser nunca otra cosa que un manto inalterable, y la hechicera capaz de
encantar la memoria.
Pero si el artista se interesa
exclusivamente en su arte, si sólo trata de urdir los más bellos ropajes para
que nada cubran, de componer el filtro más seguro para entorpecer al público,
quizá se le deba pedir que no se consagre sino a las cosas, las cuales bastan a
su ambición, y pinte tan solo manzanas o ninfas y componga sonetos sobre
chulerías, y filme vías férreas o cosechas.
Mejor es, en esas condiciones, que no se ocupe del amor y de la guerra y
de los dolores del hombre. Estos
sortilegios no deben ponerse al servicio de los rodeos de una política.
Quizá, en el sombrío mundo que se extiende
día a día, subsistirán algunos insumisos que incluso sin amar con exceso el
arte, no concederán jamás que se lo deba emplear en incitar al odio y, lo que
es más, a un odio mediocre; en provocar el entusiasmo y, lo que es más, un
entusiasmo esclavo y por encargo; en suscitar, en fin, las pasiones que sofocan
la simpatía –la simpatía hacia el enemigo, se entiende- e impide la comprensión
y vedan la generosidad. Es absurdo negar
que formalmente un arte semejante pueda ser espléndido y gustar a los sentidos
de los más expertos. Es justo también
que los espíritus más ambiciosos, que los corazones más severos, lo juzguen, al
final de cuentas, degradante. Y que
lleguen a odiar su misma belleza, si –por debilidad, tal vez- no prefiriesen
suponer que aquélla puede atemperar la abyección que protege, y que su
esplendor lleva, en cierto modo, el antídoto del veneno que inocula.”
Roger
Caillois, Arte y Propaganda Revista Sur Nro. 334/335 Enero-Diciembre 1974, páginas 15-17.
¿Y ahora? ¿De qué se van a disfrazar? ¿No se les cae la cara de vergüenza por su
manifiesto servilismo que los llevan a decir hoy lo que negaban apenas ayer? Había muchos que tenían real talento, una
carrera sólida y honesta por detrás, ninguna necesidad de adherir
voluntariamente a una patética esclavitud intelectual que ya no puede
disimularse.
Presenciar la decadencia no se agradable ni aun para aquellos que esperábamos
pacientemente el final del ciclo. Porque
una de las más incuestionables verdades de la vida es que todo acaba. Pero, ¿era
necesario sacrificar a casi una generación de artistas, algunos mediocres pero
otros auténticamente valiosos, sólo por ese vicio imperdonable de sucumbir al falso (y transitorio) esplendor del poder?
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