jueves, 22 de enero de 2015



     “Condenar el arte de propaganda en nombre del arte por el arte es un extraño error.  Al menos, cuando la calidad de la técnica no obstaculiza la difusión o la comprensión (y es el caso del cinematógrafo), la forma nada pierde al vestir un contenido que determinen las necesidades políticas.  Hay pruebas de que puede, incluso, acomodarse magníficamente a ello.  Más aún: al modificarse rápidamente la política, el contenido de la obra está destinado a verse desprovisto de valor e inutilizable con igual velocidad, de modo que le es fácil al artista tomarlo como simple punto de apoyo y hacer, con plena conciencia estética, tantas obras maestras formales cuanto más cambios súbitos de opinión le ofrezca su gobierno.  Ya no defiende una fe, sino un oportunismo.  El arte de propaganda, pues, alcanza paradójicamente al arte por el arte en su mismo desprecio por el asunto, en su misma indiferencia por el valor humano del contenido, en su mismo desdén al antiguo esfuerzo por la expresión, por el enriquecimiento, por el ahondamiento de los deseos y sufrimientos del alma, cuando la belleza parecía no poder ser nunca otra cosa que un manto inalterable, y la hechicera capaz de encantar la memoria.

     Pero si el artista se interesa exclusivamente en su arte, si sólo trata de urdir los más bellos ropajes para que nada cubran, de componer el filtro más seguro para entorpecer al público, quizá se le deba pedir que no se consagre sino a las cosas, las cuales bastan a su ambición, y pinte tan solo manzanas o ninfas y componga sonetos sobre chulerías, y filme vías férreas o cosechas.  Mejor es, en esas condiciones, que no se ocupe del amor y de la guerra y de los dolores del hombre.  Estos sortilegios no deben ponerse al servicio de  los rodeos de una política. 

     Quizá, en el sombrío mundo que se extiende día a día, subsistirán algunos insumisos que incluso sin amar con exceso el arte, no concederán jamás que se lo deba emplear en incitar al odio y, lo que es más, a un odio mediocre; en provocar el entusiasmo y, lo que es más, un entusiasmo esclavo y por encargo; en suscitar, en fin, las pasiones que sofocan la simpatía –la simpatía hacia el enemigo, se entiende- e impide la comprensión y vedan la generosidad.  Es absurdo negar que formalmente un arte semejante pueda ser espléndido y gustar a los sentidos de los más expertos.  Es justo también que los espíritus más ambiciosos, que los corazones más severos, lo juzguen, al final de cuentas, degradante.  Y que lleguen a odiar su misma belleza, si –por debilidad, tal vez- no prefiriesen suponer que aquélla puede atemperar la abyección que protege, y que su esplendor lleva, en cierto modo, el antídoto del veneno que inocula.”

Roger Caillois, Arte y Propaganda  Revista Sur Nro. 334/335  Enero-Diciembre 1974, páginas 15-17.



     ¿Y ahora?  ¿De qué se van a disfrazar?  ¿No se les cae la cara de vergüenza por su manifiesto servilismo que los llevan a decir hoy lo que negaban apenas ayer?  Había muchos que tenían real talento, una carrera sólida y honesta por detrás, ninguna necesidad de adherir voluntariamente a una patética esclavitud intelectual que ya no puede disimularse.

     Presenciar la decadencia no se agradable ni aun para aquellos que esperábamos pacientemente el final del ciclo.  Porque una de las más incuestionables verdades de la vida es que todo acaba.  Pero, ¿era necesario sacrificar a casi una generación de artistas, algunos mediocres pero otros auténticamente valiosos, sólo por ese vicio imperdonable de sucumbir al falso (y transitorio) esplendor del poder? 




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