viernes, 2 de enero de 2015

    
     Mientras hay personas que con auténtica patente de corso se dedican al “art trainer” (esto es real y pagado con fondos públicos: basta entrar a mi blog de cabecera LoveArtNotPeoplehttp://loveartnotpeople.org/- y adentrarse un poco sobre el escrache documentado que Rodrigo Cañete hace del art trainer Daniel Fischer), los que nos entrenamos en el arte diariamente debemos lidiar con nuestro proceso creativo, dándonos cuenta que de proceso tiene poco y que la creatividad se ha ido con el resto de la población de Baires a sitios más amables donde no cortan la luz a diario.

    Cualquier actividad que se tilde de “procedimiento” hace pensar en reglas claras y precisas que conducen en forma directa a resultados concretos.  El proceso creativo debería ser, así, el echar en la olla tantos gramos de patas de arañas con medio litro de sangre de murciélago,  más la consabida pizquita de harina de ojos de serpientes y ¡listo!, ya logramos que las musas se posicionen sobre nosotros y guíen nuestras certeras pinceladas hacia la gloria y la fortuna.


    Pero la vida real se desentiende de la mitología y las frases hechas con un gesto de desdeñoso desprecio.  En la realidad real el proceso es una cosa amorfa y errática, un voy y vengo de incierto destino, un ir a tientas probando distintas puertas por donde colar algo de luz a un resultado que no se vislumbra ni con las columnas de alumbrado de un estadio mundialista.

     Horrible.  Vamos mal.  No soy de las que rinden bajo a presión.  Quiero (ne-ce-si-to) por lo menos tener bocetadas las obras que voy a presentar para New York  lo antes posible, para luego distribuir el tiempo y asegurarme acabar las seis antes de fines de febrero, ya que los primeros días de marzo tengo que entregarlas a las curadoras que tramitarán su salida del país.  Pero ni mis deseos ni mis necesidades racionales pueden dominar mi ánimo voluble post-festivo que tiene ganas de pintar pero nada en concreto y mucho menos algo que cumpla con la cantidad de requisitos que  estúpidamente me impuse. 


     Arranqué bien: sobre una base de papel artesanal batik en gris oscuro adherí papel industrializado blanco –alemán, para bocetos en acuarela que conseguí de rebote en una liquidación-, que previamente había “intervenido con fuego” (léase: quemado con un encendedor).  Sobre este soporte ubiqué unas figuras femeninas, algunas sin cabeza, algunas sin pies.  Bien.  Iba prometiendo.  Un primer posicionamiento de color con lápiz acuarelable para dar unidad a la mezcolanza de papel y liberar el quemado que no resiste adherencias.  Bien.  A un par agregué unos círculos de papel artesanal con hilos de algodón en un celeste pastoso sumamente invitador.  Bien.  Al otro par agregué unos círculos de papel con hojas secas y acetato.  ¡Danger-danger-danger!  Para pegar tuve que usar el lado de papel, el acetato quedó hacia arriba.  Muy interesante en teoría, un desastre en el ámbito de las realidades.  ¿Cómo se supone que voy a trabajar sobre el acetato?  Ni el grafito, ni la tinta, y por lo que he probado, ni el acrílico resisten mucho rato sobre esa superficie.  Si el acetato hubiese ido sobre la obra acabada quizá la transparencia habría quedado “simpática” sin desintegrar la imagen.  Puesta sobre el soporte apenas iniciado, lo que hace es inmortalizar un mero bosquejo que arruina el conjunto.  Mal, mal, mal.  ¿Por qué tenía que meter el acetato?  ¿Cómo demonios trabajo sobre eso?  Y si los tiro tengo que tirar los cuatro y empezar de nuevo.  “Proceso creativo”.  Qué estupidez.  Todo lo que sale bien es por pura casualidad.


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