Crucé de nuevo el río,
y, aunque suene contradictorio, esta vez lo hice por tierra. Demorándome voluntariamente por el camino
antes de llegar a mi habitual destino esteño. Y me quedo con la sensación de ¡qué amable es esta gente!, tanto la de Entre Ríos (del lado argentino) como la
de Mercedes (del lado
uruguayo). No es que en Buenos Aires no seamos amables con los
viajeros o turistas, que lo somos, pero de ese modo “hasta ahí” nuestro, sin demasiada confraternización, medido
entusiasmo y sin estar del todo seguros de adherir con tanta fe a ese asunto de
“la industria sin chimeneas”. A mí me han tratado estos últimos días con
amabilidad auténtica, de esa que le sale natural a la gente, que se nota que no
implica esfuerzo alguno, esa que quiere en serio que el otro la pase bien enorgulleciéndose
si lo logra. Esa amabilidad tan sin dobleces que me hace sentir sumamente
incómoda. Ganas me dan de decir: no me traten tan bien, que de verdad no me lo merezco. Voy a volver igual. Siempre vuelvo.
Lo malo
(o lo bueno, según como se mire) es la imposibilidad de mantenerse conectado a
la web. Pero hoy, ya en destino, al
menos tengo una pantalla de televisión donde puedo a la distancia compartir la
marcha que se está sucediendo en este mismo momento en Paris. La humanidad
(la real, la que cree en la libertad y en la paz) está haciéndose notar. Imagino que es imposible que las personas que
físicamente están marchando no tengan
miedo, que no sientan que se están jugando la vida en defensa de sus
principios. Pero saben que están pronunciándose
por algo que debe defenderse a cualquier precio. Y desde acá, tan lejos, en un sitio tan bello
y tranquilo, donde pareciera que eso que está pasando sucede en otra dimensión,
no puedo no sentirme emocionada por su valor y orgullosa de pertenecer a su misma
especia: gente común que sólo quiere vivir en paz y expresarse con libertad de
pensamiento.
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