Visto
retrospectivamente, me resulta una especie de broma macabra que me jugó el
destino.
El pasado
sábado 17 de enero me llego hasta Colonia
del Sacramento, Uruguay, para poder presenciar Las Llamadas con la que se iba a iniciar
el “carnaval
más largo del mundo”. Hace años
estuve en las de San Carlos y desde
entonces venía buscándome el tiempo de estar en las que se celebran en una de
las ciudades más lindas del planeta (Patrimonio de la Humanidad desde
1995) y a la que siempre que encuentro escusa vuelvo.
Desde
las nueve de la noche hasta corridas las dos de la madrugada del domingo fuí
parte de uno de esos festejos populares que se desarrollan en un ambiente auténticamente
mítico, donde si uno se abre a la percepción puede alcanzar a comprender la raíz
cultural de una comunidad sin necesidad que nadie le explique nada. Según los organizadores, se habían reunido
cerca de 20.000 personas. El número
suena exagerado pero es probable que hasta hubiera más gente tranquilamente
apostada a ambos lados de las siete u ocho cuadras de la avenida donde se
celebró el desfile. Mucha gente, y ni un
solo tumulto o forcejeo. Un clima
cordial y festivo, integrador, sin ningún tipo de violencia o exabrupto. Impresionante
y placentero.
A la
mañana del domingo, ya emprendiendo la vuelta a casa, me demoré un rato charlando
con el Conserje del pequeñito y delicioso hotel donde me alojé por esa noche (Hotel
Rivera http://www.hotelrivera.com.uy/), quién ante mi manifiesto
disfrute de Las Llamadas, se tomó el tiempo de contarme otras idiosincrasias
del carnaval uruguayo y aconsejarme volver por Montevideo -a fines de febrero- para apreciar el espectáculo de las
competiciones de cierre del Carnaval.
Le había
notado cierto acento, pero en mi interés por esa conversación que con tanta
facilidad se logra en tierras uruguayas, no me detuve en el detalle hasta que
salió la cuestión del clima de absoluta tranquilidad con el que se podía disfrutar
de un evento masivo y popular durante altas horas nocturnas. Fue ahí cuando él me dijo que en los seis
años que llevaba en Colonia sólo
había escuchado de dos intentos de robo a mano armada, los que fueron ambos
frustrados por la propia gente, custodia convencida de la paz de su
comunidad. Dos (¡dos!) intentos de robo -¡frustados!- en seis años. Me salió del alma decir irónicamente -¡Como
en Buenos Aires!-. Entonces fue
cuando el Conserje aclaró lo de su acento: me contó del número imposible de crímenes
violentos que por día se daban en la ciudad de la que él venía. Caracas. Enseguida entendí de lo que hablaba, tan
cerca sus problemas de los nuestros. -Sentís
que Colonia es lo más parecido al paraíso, ¿no?- le pregunté, siendo
eso lo que yo siento. -Calidad
de vida –me dijo. Calidad de
vida, claro.
En algún
momento del domingo pensé que el Conserje venía de un lugar peor, que nosotros
todavía no habíamos llegado a esos extremos. Que quizá estábamos a tiempo de conseguir algo
parecido a la calidad de vida que disfruto siempre que cruzo el río rumbo a Uruguay.
Pero
llegó el lunes 19, me levanté temprano para pintar y encendí la radio. La muerte del fiscal Nisman me quitó toda esperanza.
Dudo que alguna vez podamos alcanzar el paraíso en esta caída vertiginosa
que llevamos de cabeza a lo más profundo del infierno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario