martes, 20 de enero de 2015


      Visto retrospectivamente, me resulta una especie de broma macabra que me jugó el destino. 

     El pasado sábado 17 de enero me llego hasta Colonia del Sacramento, Uruguay, para poder presenciar Las Llamadas con la que se iba a iniciar el “carnaval más largo del mundo”.  Hace años estuve en las de San Carlos y desde entonces venía buscándome el tiempo de estar en las que se celebran en una de las ciudades más lindas del planeta (Patrimonio de la Humanidad desde 1995) y a la que siempre que encuentro escusa vuelvo.

    Desde las nueve de la noche hasta corridas las dos de la madrugada del domingo fuí parte de uno de esos festejos populares que se desarrollan en un ambiente auténticamente mítico, donde si uno se abre a la percepción puede alcanzar a comprender la raíz cultural de una comunidad sin necesidad que nadie le explique nada.  Según los organizadores, se habían reunido cerca de 20.000 personas.  El número suena exagerado pero es probable que hasta hubiera más gente tranquilamente apostada a ambos lados de las siete u ocho cuadras de la avenida donde se celebró el desfile.  Mucha gente, y ni un solo tumulto o forcejeo.  Un clima cordial y festivo, integrador, sin ningún tipo de violencia o exabrupto. Impresionante y placentero.

    A la mañana del domingo, ya emprendiendo la vuelta a casa, me demoré un rato charlando con el Conserje del pequeñito y delicioso hotel donde me alojé por esa noche (Hotel Rivera http://www.hotelrivera.com.uy/), quién ante mi manifiesto disfrute de Las Llamadas, se tomó el tiempo de contarme otras idiosincrasias del carnaval uruguayo y aconsejarme volver por Montevideo -a fines de febrero- para apreciar el espectáculo de las competiciones de cierre del Carnaval.


     Le había notado cierto acento, pero en mi interés por esa conversación que con tanta facilidad se logra en tierras uruguayas, no me detuve en el detalle hasta que salió la cuestión del clima de absoluta tranquilidad con el que se podía disfrutar de un evento masivo y popular durante altas horas nocturnas.  Fue ahí cuando él me dijo que en los seis años que llevaba en Colonia sólo había escuchado de dos intentos de robo a mano armada, los que fueron ambos frustrados por la propia gente, custodia convencida de la paz de su comunidad.  Dos (¡dos!) intentos de robo -¡frustados!- en seis años.  Me salió del alma decir irónicamente -¡Como en Buenos Aires!-.  Entonces fue cuando el Conserje aclaró lo de su acento: me contó del número imposible de crímenes violentos que por día se daban en la ciudad de la que él venía.  Caracas.  Enseguida entendí de lo que hablaba, tan cerca sus problemas de los nuestros.  -Sentís que Colonia es lo más parecido al paraíso, ¿no?- le pregunté, siendo eso lo que yo siento.  -Calidad de vida –me dijo.  Calidad de vida, claro. 

     En algún momento del domingo pensé que el Conserje venía de un lugar peor, que nosotros todavía no habíamos llegado a esos extremos.  Que quizá estábamos a tiempo de conseguir algo parecido a la calidad de vida que disfruto siempre que cruzo el río rumbo a Uruguay.

     Pero llegó el lunes 19, me levanté temprano para pintar y encendí la radio.  La muerte del fiscal Nisman me quitó toda esperanza.  Dudo que alguna vez podamos alcanzar el paraíso en esta caída vertiginosa que llevamos de cabeza a lo más profundo del infierno.





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