“Encontré la definición de lo Bello, de lo
que es Bello para mí. Es algo ardiente y
triste, algo un poco vago, que abre paso a la conjetura. Voy, si se quiere, a
aplicar mis ideas a un objeto sensible, por ejemplo, al objeto más interesante
en la sociedad, a un rostro de mujer. Una cabeza seductora y bella, quiero
decir, una cabeza de mujer, es una cabeza que hace soñar –pero de manera
confusa— de voluptuosidad y de tristeza, que arrastra una idea de melancolía,
de lasitud y hasta de saciedad –o una idea contraria, es decir, un ardor, un
deseo de vivir, asociado a un reflujo de amargura, como proveniente de la
privación o la desesperanza-. El misterio, el pesar, son también características
de lo bello.”
Charles
Baudelaire, Diarios Íntimos
Aunque
pretendamos ser personas de mente abierta, propensas a la lectura y a la
adquisición de nuevos conocimientos,
somos apenas aquello que hemos leído, admirado y creído en nuestros primeros
años de formación. Desde allí se perpetúa
nuestra fe y nuestros prejuicios, con la solidez de la roca y la contundencia
del destino.
Descubrí
a Baudelaire a través de un librito
que logré obtener en préstamo en la biblioteca del colegio de monjas donde
cursaba la secundaria. La hermana
bibliotecaria me había negado Las Flores del Mal, pero yo a mis
trece años era tímida e introvertida pero sumamente insistente, y fui día tras
día hasta que la bibliotecaria titular se enfermó y la sustituta no vio mal
darme acceso a uno de los Poetas
Malditos.
Ahí arrancó
mi obsesión por Baudelaire y se
formó toda mi convicción estética.
Adherí en la adolescencia a la autonomía de lo bello y de allá para
acá, aunque haya pretendido entender y aplicar otros conceptos, sigo creyendo que
el arte y lo bello son inescindibles.
A esa
infantil convicción atribuyo mi rechazo completo a todo arte conceptual. Si es arte es bello, si es mero mensaje (concepto) es un panfleto. Siguiendo a Baudelaire, considero que lo bello es mutable y propio de cada
época y el artista es su traductor. Yo
puedo fingir que elaboro un contenido intelectual en mi obra pero
invariablemente sigo persiguiendo la evanescente estela de la belleza y su
promesa de felicidad.
¿A qué
viene esto? A otra estúpida
discusión. Parece que hay un manual
básico de branding, donde la primera
regla es mandar a imprimir tarjetas. Los
artistas imprimimos catálogos o tarjetones tipo postales con reproducción de
una o mas obras, así mostramos gráficamente parte de lo que hacemos. No, no y no.
Tienen que ser tarjetas, tarjetitas, rectangulitos mínimos. Los catálogos o postales, o lo que sea mayor
a ocho por cinco, estorba en la mano y en el bolsillo no entra. Lo chico se conserva, el mamotreto se
tira. El branding exige que te presentés con lo mínimo pero que pueda
guardarse. Nombre, web y correo. Mínimo, ¿entendés? Sin foto.
Yo soy terca, se sabe, y me niego a los
manuales genéricos de auto-ayuda. Puedo
registrar cierta verdad en lo del tamaño (yo acabo tirando la folletería que
compilo en las ferias de arte por la incomodidad de su guardado), y puedo ver la practicidad de tener varias
tarjetas en la billetera para entregarla a quién en una conversación cualquiera se
interese por mi rareza de “dedicarme al arte”.
Pero sigo negándome a aceptar lo de prescindir de las fotos. Artistas visuales, ¿te acordás?, así nos
llamaban. La imagen nos define.
Así que
negocié un poco (aunque no parezca, algo de toda la cháchara publicista de vez en cuando escucho) y confirmé vía mail a la gráfica la impresión de tarjetas de
presentación (¡chiquitas!) donde se consigne en el reverso mi nombre y la
dirección de este blog. Y en el frente
la reproducción del fragmento de La Autonomía de lo Bello que ha
venido siendo en los hechos mi marca de origen.
“Todo
el mundo puede imaginar sin esfuerzo que, si los hombres encargados de expresar
lo bello se ajustaran a las reglas de los profesores-jurados, lo bello
desaparecería de la tierra. El profesor-jurado, especie de tirano-mandarín, me
produce siempre el efecto de un impío que ocupa el lugar de Dios”
Charles
Baudelaire, Exposición Universal, 1855
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