viernes, 16 de enero de 2015



    “Encontré la definición de lo Bello, de lo que es Bello para mí.  Es algo ardiente y triste, algo un poco vago, que abre paso a la conjetura. Voy, si se quiere, a aplicar mis ideas a un objeto sensible, por ejemplo, al objeto más interesante en la sociedad, a un rostro de mujer. Una cabeza seductora y bella, quiero decir, una cabeza de mujer, es una cabeza que hace soñar –pero de manera confusa— de voluptuosidad y de tristeza, que arrastra una idea de melancolía, de lasitud y hasta de saciedad –o una idea contraria, es decir, un ardor, un deseo de vivir, asociado a un reflujo de amargura, como proveniente de la privación o la desesperanza-. El misterio, el pesar, son también características de lo bello.”

Charles Baudelaire, Diarios Íntimos

     Aunque pretendamos ser personas de mente abierta, propensas a la lectura y a la adquisición de  nuevos conocimientos, somos apenas aquello que hemos leído, admirado y creído en nuestros primeros años de formación.  Desde allí se perpetúa nuestra fe y nuestros prejuicios, con la solidez de la roca y la contundencia del destino.

     Descubrí a Baudelaire a través de un librito que logré obtener en préstamo en la biblioteca del colegio de monjas donde cursaba la secundaria.  La hermana bibliotecaria me había negado Las Flores del Mal, pero yo a mis trece años era tímida e introvertida pero sumamente insistente, y fui día tras día hasta que la bibliotecaria titular se enfermó y la sustituta no vio mal darme acceso a uno de los Poetas Malditos.

   Ahí arrancó mi obsesión por Baudelaire y se formó toda mi convicción estética.  Adherí en la adolescencia a la autonomía de lo bello y de allá para acá, aunque haya pretendido entender y aplicar otros conceptos, sigo creyendo que el arte y lo bello son inescindibles.

    A esa infantil convicción atribuyo mi rechazo completo a todo arte conceptual.  Si es arte es bello, si es mero mensaje (concepto) es un panfleto.  Siguiendo a Baudelaire, considero que lo bello es mutable y propio de cada época y el artista es su traductor.  Yo puedo fingir que elaboro un contenido intelectual en mi obra pero invariablemente sigo persiguiendo la evanescente estela de la belleza y su promesa de felicidad.


     ¿A qué viene esto?  A otra estúpida discusión.  Parece que hay un manual básico de branding, donde la primera regla es mandar a imprimir tarjetas.  Los artistas imprimimos catálogos o tarjetones tipo postales con reproducción de una o mas obras, así mostramos gráficamente parte de lo que hacemos.  No, no y no.  Tienen que ser tarjetas, tarjetitas, rectangulitos mínimos.  Los catálogos o postales, o lo que sea mayor a ocho por cinco, estorba en la mano y en el bolsillo no entra.  Lo chico se conserva, el mamotreto se tira.  El branding exige que te presentés con lo mínimo pero que pueda guardarse.  Nombre, web y correo.  Mínimo, ¿entendés?  Sin foto.  

     Yo soy terca, se sabe, y me niego a los manuales genéricos de auto-ayuda.  Puedo registrar cierta verdad en lo del tamaño (yo acabo tirando la folletería que compilo en las ferias de arte por la incomodidad de su guardado), y puedo ver la practicidad de tener varias tarjetas en la billetera para entregarla a quién en una conversación cualquiera se interese por mi rareza de “dedicarme al arte”.  Pero sigo negándome a aceptar lo de  prescindir de las fotos.  Artistas visuales, ¿te acordás?, así nos llamaban.  La imagen nos define.

    Así que negocié un poco (aunque no parezca, algo de toda la cháchara publicista de vez en cuando escucho) y confirmé vía mail a la gráfica la impresión de tarjetas de presentación (¡chiquitas!) donde se consigne en el reverso mi nombre y la dirección de este blog.  Y en el frente la reproducción del fragmento de La Autonomía de lo Bello que ha venido siendo en los hechos mi marca de origen.


     “Todo el mundo puede imaginar sin esfuerzo que, si los hombres encargados de expresar lo bello se ajustaran a las reglas de los profesores-jurados, lo bello desaparecería de la tierra. El profesor-jurado, especie de tirano-mandarín, me produce siempre el efecto de un impío que ocupa el lugar de Dios”

Charles Baudelaire, Exposición Universal, 1855


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