La
imprudencia de ser autodidacta (y decirlo).
Uno de
los problemas que tengo con los currículums tradicionales (la listita en
papel) es que los encabezo, inmediatamente debajo de mi nombre, con el
reconocimiento de mi (ausente) formación: “Gabriela
Farnell. Autodidacta. Expuso en bla –bla- bla…”. A lo largo de los años distintas personas,
con distinto grado de paciencia ante mi terquedad, me aconsejaron omitir lo de autodidacta. Que era preferible no referir formación
alguna, que pareciera un olvido involuntario, dejando la duda en vez de reconocer la carencia
absoluta de formación. Yo en mi
obstinada honestidad nunca oí esos consejos.
Me decían
(y ante la evidencia debe de ser cierto) que en muchos certámenes y
convocatorias el jurado de selección mira los currículums antes que las obras y
si de entrada pescan a un autodidacta lo descartan ipso facto. Al iniciar mi
resumen de trayectoria con esa nefasta palabra yo misma soy quién sepulto todas
mis chances de que siquiera miren mi obra antes de rechazarla.
Debo
reconocer que algo de “formación” he
tenido: entre mis nueve y doce años concurrí los sábados al taller de un viejo
pintor de Lanús, y a los quince duré ¡dos semanas completas! en la Escuela de
Bellas Artes de Lanús. Entre mis
dieciocho y veinte dos veces me presenté a reservar espacio en talleres de arte
capitalinos. Fui a la entrevista con los
artistas (hombre y mujer, ella ya bastante conocida por entonces) y aunque
ambos me resultaron personas agradables nunca volví. Soy una autodidacta cómoda en su ignorancia.
Hace poco
me trencé en una discusión (obvia, reiterativa, absolutamente patética) con una
persona de formación académica que, al cabo y con su titulito a cuestas, no
dedica su vida al arte. Yo sostuve que
la educación formal no asegura nada, que da herramientas que también pueden
adquirirse con la lectura, la visita a museos
y la práctica constante; que la
frustración del artista devenido en docente para sobrevivir suele mutilar el
ánimo creativo del que se inicia. Que la academia suele aplastar las diferencias
y generar discípulos dóciles y marcados para gloria de su mentor. Esta persona, a más de señalar mi ignorancia
sobre todo, me tildó de arrogante seriamente acomplejada. No negaré mi colección
de psicosis pero diré que el tono y el modo me hizo enojar, y olvidando mi
cortesía de anfitriona acabé la cuestión
con un golpe bajo: lo desafié a enumerar
los sitios donde había colgado su obra.
No pudo. No hay obra en el
sentido de desarrollo de comunicación visual. Yo no citaré de memoria las escuelas artísticas
con sus años respectivos (pero, llegado el caso, las puedo buscar en un libro), ni tengo un papel que me gradúe de “artista”, pero he colgado en algún que
otro lado…
Es evidente
que los autodidactas no somos bien vistos en el negocio del arte. Al menos por los que oficialmente, con sello
y registro, son artistas. Me cuesta
entender la razón del encono, ya que si por autodidactas somos necesariamente mediocres, chapuceros e intrascendentes ¿qué
les preocupa? No somos un riesgo para
ellos, no estamos a la altura para disputarles ningún espacio ni ningún beneficio.
Sospecho
que nos desconfían por temor a que hagamos algo –distinto, nuevo, ¡original!- que a ellos no les han
enseñado. Que generemos algo por afuera
de la currícula oficial. Que
demostremos en los hechos que el arte puede ser imprevisible, gratamente
personal, diferente a lo que estructuradamente les han hecho aprender y repetir que es arte.
Y sí soy
arrogante -¡qué vergüenza!-, ya que una de las cosas que más me complace
es cuando alguien egresado de una escuela de arte, alguien muy formado académicamente,
observa mi trabajo y no puede evitar preguntarme cómo está hecho. Mi técnica no es de escuelita, les cuesta
identificar el juego de texturas y de materiales. Ese mezclar lo que no debe mezclarse. Ese hacer pura y exclusivamente lo que me
viene en ganas aunque no me lo haya enseñado ni autorizado nadie. Supongo que
debería disculparme por eso, cosa que un autodidacta jamás hará.
No hay comentarios:
Publicar un comentario