Los
autodidactas y las teorías conspirativas.
Los
autodidactas somos conspiradores. O
víctimas de la conspiración. Según quién
cuente la historia y de qué lado esté uno.
Como en toda guerra, el héroe de un bando es el traidor del otro.
“Esta
actividad frenética y polifacética desbordó las capacidades, de por sí muy
destacables, de Rafael quien, sin embargo y movido por una ambición artística
ilimitada y un carácter inquieto, no se dejó amilanar por la trascendencia de
todos esos proyectos que, eso sí, le obligaron a organizar un grupo de
ayudantes estables sobre el que ejerció un liderazgo alentador y desprendido
que, a su vez, le ganó la admiración, el respeto y el afecto de los que
trabajaron con él. Dicho taller seguía
unos métodos ya establecidos en la Italia del Quattrocento, pero que Rafael
llevaría a un grado de eficacia suprema debida, también, a su talante. Podría esto generar cierta extrañeza entre
nosotros, deudores de una cierta idea romántica del genio, pero entonces no
ocurría como pudiéramos pensar. De
hecho, Rafael fue progresivamente delegando la ejecución de los proyectos, lo
que le acarreó algunas críticas ya en la época, sobre todo de sus competidores,
Miguel Ángel y Sebatiano del Piombo,
pero no la ideación de los mismos, de la que él fue siempre el principal responsable. De esa manera, las singularidades de los
miembros del taller se diluían en la obra colectiva consumada siempre bajo los
auspicios del maestro, lo que confería a los proyectos una uniformidad
identificable.”
José Riello, El último Rafael Revista Descubrir
el Arte Nro. 160 Junio 2012 página 35.
De allá
para acá, una de las teorías conspirativas más populares dice que los alumnos
de un reconocido pintor de abstracción geométrica seguían a éste fuera de la
academia y concurrían a su taller, copiando el estilo y la forma de su maestro,
en la convicción de que si lo que él hacía lo había consagrado, lo suyo
(idéntico por dónde se lo mire) les
depararía irremediablemente la gloria.
Así, se vió participar en certámenes repeticiones de tal o cual maestro,
obras de similar factura y a veces difíciles de atribuir correctamente la
autoría, con la aceptación asegurada,
máxime si se optaba por concursos donde el jurado estaba integrado por el maestro
en cuestión o por sus colegas profesores académicos.
Se habla de integrar
“escuelas” para justificar esas
semejanzas disimulando la especulación de hacer lo mismo que ya fue
oficialmente aprobado como reaseguro de éxito.
El elegir participar en concursos donde se tiene “afinidad” con el jurado es un viejo recurso y pertenecer al taller
de “Menganito” es una especie de póliza extra de aceptación. Ha habido más de una muestra titulada literalmente
“Taller
de…”, donde el maestro no cuelga nada pero que cualquiera de las obras
de sus discípulos puede serle atribuida.
Otra de las
teorías conspirativas en circulación es la de las “factorías”, donde la obra que sale con una profusión desmesurada hace dudar de que el autor duerma al menos una hora al mes, es en realidad hecha
por estudiantes o recientes egresados de las escuelas de arte, jóvenes talentos
que pueden mimetizarse con sus patrones a tal extremo de fidelidad que hacen
imposible descubrir el fraude. Esta
teoría es rebatida por el argumento de que todos lo han hecho, desde Dalí a Warhol descontando a medio Renacimiento. Mucho egresado de las academias y pocos cupos
para artistas. Pura ley de mercado.
Las
teorías conspirativas se alimentas del chisme, obviamente. Te cuentan, copa en mano en cualquier vernissage,
que las grandes obras de Mengano son
hechas en su integridad por los alumnos que cursan con él la materia en tal
institución, que ese es el único modo de
aprobarla. Que Sultanito se elige de entre sus alumnas más meritorias a medias
docena para llevárselas “gratis” a su
taller, asegurándoles su participación en tales salones nacionales y hasta
algún premio. Que cierta artista que
dormía con el director del más importante museo del país hizo una pequeña
fortuna ganando premios con sus repetitivas obras gracias al sabio lobby de su
compañero de juegos. De cierta galerista
privada emparejada con el director de un centro cultural capitalino de
reconocido prestigio y sustento de fondos públicos, que ofrece a sus artistas
pagar una muestra en su galería y llevarse de yapa una gratis en Recoleta. Chismes que cualquiera que circule por las Gallery
Night palermitanas se cansa de escuchar.
Los
autodidactas conspiramos en contra de los académicos recalcando todos sus chanchullos
(a los que nada obsta que participe un
autodidacta, pero consiguiendo la vinculación y los contactos fuera de los
claustros a los que no tiene acceso) y disfrazándonos con la dudosa dignidad de
que, por estar al margen, no poder involucrarnos con el amiguismo y el tráfico
alevoso de influencias. ¿Las uvas están
verdes? Probablemente.
El
autodidacta atribuye todos sus fracasos al “no pertenecer”, al estar
de por fuera del círculo de conocimiento que da el moverse en el mismo ámbito
que los artistas consagrados y los críticos
con espacio reconocido que acaban con cargos docentes en instituciones tanto
privadas como públicas. Ámbito donde
también concurren, para charlas y demás sociabilidades, los directores de salas
nacionales, curadores y galeristas en general.
Conocer gente ayuda, quién lo puede negar. Una buena agenda, dicen, es la clave de todo
negocio exitoso. El autodidacta, en su
ostracismo voluntario, no tiene número que marcar y acaba solo con su alma
frente a un sistema donde los demás juegan con la ventaja de conocer los bueyes
con los que aran. Es más sencillo
atribuir el fracaso a la conspiración que a la falta de criterio de no habernos
relacionado debidamente.
Los
autodidactas de mi generación, que pasamos nuestra primera juventud en compañía
de Fox Mulder y Dana Scully, podemos justificar nuestra afición a las teorías conspirativas
en el hecho de tener a Paranoia
como uno de los dioses menores de nuestro panteón familiar. Todo es un complot de trama desentrañable
cuya única víctima somos nosotros, aunque sea imposible explicar (y entender) que mérito nos asiste para justificar tamaño esfuerzo.
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