Ser artista en Buenos Aires (ser artista sin
galería, ni art-dealer, ni representante bajo la denominación que esté de moda,
ni nada de nada más que una obstinada buena voluntad de ser artista).
Capítulo
I: Organizar un prolijo cronograma de
exhibiciones de la obra.
I.e) Concursos y premios.
Cuando uno
empieza en esto, ya porque no hay muchas puertas abiertas ya por que la
prudencia obliga a testearse entre
pares, la primera salida de nuestro trabajo a la vista ajena es a través de los
salones y concursos.
En los
comienzos, uno pretende sólo que nos cuelguen, que nuestra obra sea expuesta
para cotejar la reacción del otro ante ella. Después, lógica progresión, uno empieza a
añorar algún reconocimiento que nos confirme que vamos por buen camino. El sentido común diría que uno va fogueándose
en la competencia y que arribar a un mérito merecido significa que se fue
mejorando e imponiendo su razón.
En mi
experiencia personal, durante muchísimos años no logré superar las
preselecciones y no conseguía colgar nada en ninguna parte, por lo que esta
lógica de las cosas no me era aplicable.
Pero terca (o necia) como soy, seguí dándome de cabezazos en la pared de
modo francamente perseverante y mientras no conseguía avance personal si logré
un amplio trabajo de campo observando cómo se mueven las cosas en ese sector
del mercado del arte.
Si bien hay
muchísimos artistas en BAires,
a la larga uno ve que siempre se trata de la misma gente la que aparece en los catálogos en la lista de seleccionados, y más los que
la encabezan: los premiados coinciden con prolija regularidad.
Está bien;
es razonable. Son los mejores, ganan siempre. Pero uno mira la obra y le
entran dudas. Al correr de los años, se van recogiendo datos y elaborando patrones.
A ciertos jurados, ciertos galardonados.
Los salones nacionales, con premios en efectivos y extras
gubernamentales (pensiones y beneficios resarcitorios a largo plazo) mantienen
una estructura previsible, y si uno está más o menos informado puede acertar el
próximo primer premio con más exactitud que al ganador del Pellegrini. Se traza un
circuito reconocible entre cargos en las academias de arte –la Prilidiano Pueyrredon y la De la Cárcova- y hoy en las cátedras del IUNA (Instituto
Universitario Nacional de Arte); en
los cargos públicos en las Direcciones y Secretarias de Cultura en ámbitos
municipales y provinciales, en becas y subsidios nacionales, y premios
nacionales.
A quién
puede sorprender que se trate, ni más ni menos, que de un posicionamiento estratégico más
sostenido por las relaciones personales que por los méritos técnicos o el vuelo
creativo. El artista huraño, que vive
dentro de su taller sin relacionarse con nadie es muy probable que consiga que su
obra perdure dentro del taller. El “artista” extrovertido, que sociabiliza
en vernissages y rosquea en claustros académicos y oficinas gubernamentales,
probablemente consiga no sólo mostrar públicamente su obra sino que hasta llegue
a vivir del arte (de sueldos docentes, pensiones graciables y premios
nacionales). Es otro modo de adherir a este negocio del arte.
En mis
comienzos, cuando el rumor de que los múltiples (e incomprensibles a mi
criterio) premios que recibía Ana Eckell
eran debidos más que a su repetitiva originalidad a su vinculación personal con
Jorge Glusberg, otrora referente del
CAyC y luego director del Museo de Bellas
Artes (cuando se robaron los Toulouse
Lautrec), yo prefería creer que eso era mera envidia de las malas
lenguas. Cuando alguien que me tenía afecto
me propuso tomar clases con Gorriarena
para asegurarme no solo participación sino reconocimiento en los concursos
donde el maestro fuera jurado… tuve que
suspirar resignándome a la evidencia.
Aclaro que no tomé clases con Gorriarena,
más porque no me gusta su obra que por exceso ético.
Hoy, acá
nomas, en la Secretaria de Artes Visuales el pasado enero, a mi cuestionamiento acerca del procedimiento a seguir para presentar propuesta con la que acceder a la sala de
exposiciones de ese edificio (Espacio Caloi), la respuesta de la
funcionaria que me atendió fue: “Preguntale a La Cámpora”. O.K.
Todo muy claro. Y eso que la
página oficial del Ministerio de Cultura de la Nación (http://www.cultura.gob.ar/agenda/inaugura-una-muestra-homenaje-a-leonardo-favio-en-el-espacio-caloi/)
vende ese espacio expositivo como “El Espacio Caloi, inaugurado en homenaje al reconocido
humorista gráfico, se propone como un ámbito inclusivo para la promoción de
experiencias y bienes simbólicos producidos por colectivos culturales y
artistas, con un enfoque federal. El objetivo de la propuesta es crear un lugar
de encuentro y reflexión, que rescate la capacidad del arte y del pensamiento
como modo de visibilizar temas sensibles a la sociedad, reconociendo y
apreciando el multiculturalismo que constituye la Argentina.” No debo calificar ni de reflexiva, ni
de sensible a la sociedad, ni de multicultural; y, seguramente, a criterio de
los camporistas, ni siquiera debo calificar de “argentina”…
Los concursos y los premios (a baja escala o los
consagratorios) son una variable más del complejo laberinto por el que
deambulan erráticos los artistas. Un
universo con reglas propias –buenas o malas, éticas o perversas- con una personal incidencia dentro de la realidad o las aspiraciones de
cada uno.
En mi caso, después de tanto rechazo a mi obra cuando por primera vez la
premiaron lejos de alegrarme me sumí en una profunda desconfianza. De hecho, en tres oportunidades, una misma obra
que fue rechazada en un lugar después fue premiada en otra.
¿Cuál era la verdad?
Me sentí
incapaz (y lo sigo siendo) de dar más valor al premio que al rechazo. Dentro de mi propia convicción, ni uno ni
otro modificaron nada. Obviamente, uno
se entristece y llora con uno y se alegra y festeja con el otro, pero más allá
de esa razonable mutación de estado de ánimo, uno dedica la vida al arte por razones más sólidas que la circunstancial aprobación externa.
Igual, sigue postulándose en diversos concursos porque es
así, porque hacerlo es parte de este juego.
No por el resultado, sino por –simplemente- seguir jugando.
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