viernes, 14 de noviembre de 2014


   Quién niegue que la vida tiene un exquisito sentido del humor que venga a preguntarme a mí al respecto.  Ayer fue uno de esos días estáticos de oficina particularmente nefasto, de esos que hacen que me pregunte con angustia que se supone que estoy haciendo (“autodestruirte” dice mi voz de anteojos).  Hoy huyo hacia Capital con la intensión de que el movimiento y el paisaje me reconstruyan la calma y la identidad. 

   Y cometo el error de criterio de poner en mi carpeta un librito que compré hace pocos días: La mujer rota, de Simone de Beauvoir.  He leído poco a los existencialistas franceses, algo de CamusEl Extranjero, que me aburrió- y menos de SartreRetrato de un jefe, que me hizo sonreír pero que no me dimensionó el presunto “fenómeno sartriano”-.  De ella no había leído nada y me sentía en falta y en crasa ignorancia.  El viernes pasado en una librería de Corrientes conseguí este libro a buen precio y hoy parecía ser el momento de dedicarle mi total atención en la casi hora veinte que el 37 le pone llegar a mi destino partiendo de su cabecera en Lanús.

   Y si Camus me adormeció y Sartre me fue indiferente, la Beauvoir me deprimió hasta las muelas.  No por su queja insidiosa contra la vejez –deprimente de por sí-  sino por el  patetismo femenino que describe tan pormenorizadamente como si conviviera con varias de las mujeres de mi entorno.  Sentada en el bondi me daban ganas de gritar de impotencia para luego echarme a llorar de frustración.  Demasiado realismo sin alternativas.  No me merecía esa dosis precisamente hoy.


    Llegué a la City necesitada de la pausa antes ponerme a trabajar.  Me escondí en el subsuelo del Starbucks de Uruguay y Lavalle –mi segunda oficina- y me justifique que la vida no me era posible si no me ahogaba en whiskie o café, y nunca bebo alcohol antes de las siete de la tarde.  Y sentadita en la mesita redonda del fondo (donde al rato me volcaría medio café encima de puro torpe) me llega desde el hilo musical los primeros acordes instrumentales de La Vie en Rose  Definitivamente iba a romper en llanto y proclamar mi odio por todo lo francés.  Pero entonces la voz que empezó a cantar era la de Louis Armstrong en una versión cadenciosa y grata, y rememoré la sonrisa contagiosa del trompetista en una vieja película que adoro (High Society con Sinatra y Crosby) y no pude evitar sonreírme sola aceptando que sí, pese a todo, el mundo es un lugar maravilloso

   Y luego de hacer un enchastre con el café, descubrir que las servilletitas de Starbuck no secan demasiado, y de agradecer a los dioses de la discreción que mi pantalón fuera negro y disimulara bastante las manchas, decidí que: uno) podría prescindir del existencialismo; y dos) mi regla inquebrantable de leer por completo todo libro que incorporo a mi biblioteca podía tener alguna excepción.


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