Quién
niegue que la vida tiene un exquisito sentido del humor que venga a preguntarme
a mí al respecto. Ayer fue uno de esos
días estáticos de oficina particularmente nefasto, de esos que hacen que me
pregunte con angustia que se supone que estoy haciendo (“autodestruirte” dice mi
voz de anteojos). Hoy huyo hacia Capital
con la intensión de que el movimiento y el paisaje me reconstruyan la calma y
la identidad.
Y cometo el
error de criterio de poner en mi carpeta un librito que compré hace pocos días:
La
mujer rota, de Simone de
Beauvoir. He leído poco a los
existencialistas franceses, algo de Camus
–El
Extranjero, que me aburrió- y menos de Sartre –Retrato de un jefe, que me hizo sonreír pero que no me
dimensionó el presunto “fenómeno
sartriano”-. De ella no había leído nada
y me sentía en falta y en crasa ignorancia.
El viernes pasado en una librería de Corrientes conseguí este libro a buen precio y hoy parecía ser el
momento de dedicarle mi total atención en la casi hora veinte que el 37 le pone
llegar a mi destino partiendo de su cabecera en Lanús.
Y si Camus me adormeció y Sartre me fue indiferente, la Beauvoir me deprimió hasta las
muelas. No por su queja insidiosa contra
la vejez –deprimente de por sí- sino por
el patetismo femenino que describe tan pormenorizadamente como si conviviera con varias de las mujeres de mi entorno. Sentada en el bondi me daban ganas de gritar
de impotencia para luego echarme a llorar de frustración. Demasiado realismo sin alternativas. No me merecía esa dosis precisamente hoy.
Llegué a la
City necesitada de la pausa antes ponerme a trabajar. Me escondí en el subsuelo del Starbucks
de Uruguay y Lavalle –mi segunda oficina- y me justifique que la vida no me era
posible si no me ahogaba en whiskie o café, y nunca bebo alcohol antes de las
siete de la tarde. Y sentadita en la mesita redonda
del fondo (donde al rato me volcaría medio café encima de puro torpe) me llega
desde el hilo musical los primeros acordes instrumentales de La
Vie en Rose… Definitivamente iba
a romper en llanto y proclamar mi odio por todo lo francés. Pero entonces la voz que empezó a cantar era
la de Louis Armstrong en una versión
cadenciosa y grata, y rememoré la sonrisa contagiosa del trompetista en una
vieja película que adoro (High Society con Sinatra y Crosby) y no pude evitar sonreírme sola aceptando que sí, pese a
todo, el mundo es un lugar maravilloso…
Y luego de
hacer un enchastre con el café, descubrir que las servilletitas de Starbuck
no secan demasiado, y de agradecer a los dioses de la discreción que mi pantalón
fuera negro y disimulara bastante las manchas, decidí que: uno) podría prescindir
del existencialismo; y dos) mi regla inquebrantable de leer por completo todo
libro que incorporo a mi biblioteca podía tener alguna excepción.
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