lunes, 3 de noviembre de 2014


Por qué dedicarse al arte.  Decálogo Mitológico.

Mito 4. Porque si sos artista no está mal visto que seas borracho o drogón


    Así las cosas, en el ideario popular los artistas somos bohemios (lo que se traduce como irresponsables delirantes básicamente inútiles), promiscuos perversos y superficiales, propensos a evadirnos por ahí, errando de un sitio a otro, no haciendo nada concreto y negándonos a afincar la vida en un solo lugar.  Si a esto le sumamos que seríamos vox populi  propensos a las adicciones, ya de estupefacientes, ya de alcohol, ya de todo junto y al mismo tiempo, nos convertimos en el dechado de virtudes que todo suegra/suegro quiere recibir en casa.  Si nos presenta el hijo dorado de la familia somos esa puta reventada y si es la niñita de los ojos de papá, ese sucio vago semi delincuente que no tiene donde caerse muerto.  Maravilloso.
 
    A lo largo de mi vida he sido pasto propicio de esos prejuicios.  Me han mirado con desconfianza (muchos lo siguen haciendo), a la espera de que muestre la hilacha, pise el palito, me quite la careta, y otra sarta de clichés por el estilo.  No importa que por años uno haya sido una persona tranquila, bastante solitaria, que trata de trabajar responsablemente para proveerse su sustento y el de su entorno mientras que en paralelo lucha por mantener su vocación artística, desarrollarla y difundirla a fuerza de pulmón y sin ningún tipo de apoyo externo.  Poco importa que no hayan evidencias ni de juergas continuas, ni abusos varios de lo que sea, ni deudas perpetuas que generen un séquito de acreedores amenazantes. 
    No, no importa la realidad, importa el mito: los artistas son raros, no se puede confiar en ellos.  En cualquier momento salta la perdiz.  Hay que desconfiar siempre de ellos y vigilarlos con cuidado.  Y, en lo posible, evitarlos a toda costa.

    Hay una convicción de que el artista es distinto ( de hecho todo ser humano lo es), un extraño, alguien con otras reglas y otro modo de vida.  Ese intruso en la normalidad aceptada socialmente.  Ese ser que pone en duda la lógica de lo aceptado como correcto y normal.  Ese perturbador de la paz social.

   Y ya que estamos, resulta fácil justificar la desconfianza que genera en ser un ente oscuro y extraño de malas costumbres y vicios elocuentes al que hay que evitar para que no nos corrompa.  Podemos apreciar su trabajo, hasta admirar su quehacer en cierto punto, pero siempre manteniendo la distancia.  No sea que resulte contagioso.

   Dado que por lo general el artista es naturalmente un solitario, esa distancia impuesta en forma recíproca más que una molestia es un alivio.  Y esa distancia es la que permite que se nos atribuya responsabilidad sobre todos los males del mundo, atribución que por lo general no nos molestamos en rebatir.  ¿Para qué?
 
   Insisto que los que nos dedicamos al arte tenemos más propensión a la disciplina y a la práctica rigurosa y metódica que a la dejadez amorfa del no hacer demasiado de nada.  
   Que no nos sobra el tiempo, que vivimos trabajando en el mundo real –para subsistir- y en nuestro mundo ideal –para vivir-. Que llevar una doble vida no deja margen para tonterías.
   Y que quizá seamos de todos los seres del planeta los que no necesitamos sustancias químicas para alucinar, ya que vivimos en un inconmovible estado de alucinación crónica.  Personalmente puedo ver –sin esfuerzo ni dificultad- espaldas voluptuosas horadadas por arcadas y puertas y costas de mapas antiguos subiendo como enredaderas por largas piernas de personas desnuda a mi alrededor en cualquier momento y en cualquier lugar.

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