Por
qué dedicarse al arte. Decálogo
Mitológico.
Mito 8. “Porque si sos artista no tenés
responsabilidades¸ sos libre, hacés lo
que se te canta y nadie te dice nada: no tenés responsabilidades”
¿Qué
ausencia de responsabilidades se supone goza el artista? No de las estrictamente vitales: aun
abstraídos en las más estéticas contemplaciones se sigue necesitando almorzar y
tomar una ducha caliente en invierno. Ni
el más elevado genio de las artes puede evadirse de esas bajas
mundanalidades. La responsabilidad de
subsistir es ineludible.
Y después
están las responsabilidades filiales.
Esas que aunque uno trate con total consciente ahínco desprenderse
siguen estando ahí, anclantes, agobiantes.
Frente a la familia uno no es un “artista” autorizado a vivir de modo
abstracto e idílico; uno sigue siendo ese vago inútil que le da a la guitarrita (o que sigue
pintando esas porquerías que nadie compra).
Aunque
quisiéramos con toda la voluntad del alma borrar del mapa toda responsabilidad
familiar ellos siguen al pie, inconmovibles en su censura y crítica
impiadosa. Y uno es un débil animal de
costumbres. Uno malvende su salud mental
(y hasta su orgullo) por la ficción de un poco de (inexistente) afecto leal.
Y nos queda
la más severa: la responsabilidad ante nosotros mismos. ¿Qué estamos haciendo? ¿Hay algún vestigio de razón en este empecinamiento
en crear algo que nadie más que nosotros cataloga de arte? ¿Hemos elegido
bien? ¿Hemos hecho lo correcto? ¿Estamos dando todo lo que podemos dar o nos
achanchamos en alguna zona de tramposa comodidad? ¿Cuál es la verdad?
Como casi
todo el mundo que se inicia en el
arte, empecé a desarrollar mi carrera intentando mostrar mi obra haciéndola
participar en salones y concursos de plástica.
Recuerdo
que mi primer intento fue en un concurso de pintura que organizaba anualmente
la ya inexistente Bolsa de Cereales (yo tendría unos 17 años), con un retrato
al óleo que afortunadamente ya no existe (le pinté arriba otra cosa). Obviamente, lo rechazaron. Indiscutible, ese retrato era técnicamente
una porquería.
Seguí
insistiendo, calculo que más o menos al ritmo de postulación de un certamen por
mes. Buenos Aires Capital y los
municipios del primer cordón del Conourbano siempre han tenido una profusa
actividad artística. Y seguí siendo
rechazada. Sistemáticamente.
Recién
logré que aceptaran una obra, en mis veinte, en un Salón Municipal de Lomas de
Zamora (otro retrato, de la Madre Teresa de Calcuta, tan espantoso como era por
ese entonces todo mi trabajo). Fuera de esa excepción, siguieron los rechazos. Cumplido los veintitrés me seleccionaron en el Salón Municipal de Lanús, y
¡encima! me otorgaron una mención. Máscara
con Mantilla fue el primer reconocimiento que obtuve, no se si por
mérito de mi trabajo o de mi obcecada obstinación.
Fueron seis
años de rechazos puros. Después
siguieron, hasta el día de hoy, muchos rechazos, aceptaciones varias y algún
que otro premio. Mi terquedad fue
adquiriendo algún sustento racional (la intelectualización
de la derrota perpetua como un
logro en sí mismo) y acá estamos.
Pero la
cuestión era (y tal vez sea aún) preguntarse ante cada rechazo: ¿tengo razón
en insistir? ¿no me están dando un claro
mensaje de que no sirvo, que lo que hago no vale, que estoy perdiendo de modo
espectacular el tiempo, la vida y la pasión en algo que no es lo mío?
El artista
frente al rechazo (en un concurso, en la voz de un crítico, ante el público)
tiene la responsabilidad ante sí mismo de reaccionar, aceptando o no esa
negación de valor sobre su obra y actuar en consecuencia. Es muy difícil no tener dudas y es imposible
auto-engañarse ante la contundencia del desprecio del medio hacia nuestro
intento de ingresar a él.
Por lo
general la incertidumbre, la inseguridad, el pánico, que el artista enfrenta
ante el rechazo a su trabajo lo enfrenta irremediablemente SOLO. No suele haber nadie
cerca que pueda llegar a entender la dimensión del conflicto que significa para
uno la crítica destructiva. Porque el
artista (honesto) es su obra y al atacarse ésta se destruye la íntima
convicción de lo que uno es.
¿Cómo se
enfrenta racionalmente el rechazo? No
sé. Nunca supe hacerlo. Cuando era muy joven, rompía en llanto,
clamaba a los cielos en el grito de por qué no me querían, y tiraba a la basura
pinceles, paleta y pinturas. Me duraba
la abstinencia no más de una semana y de
vuelta salía a comprar materiales y a intentarlo otra vez. El tiempo y la experiencia (y la cíclica y
nefasta economía argentina) me enseñó a no tirar mi equipo -costoso de reponer- limitándome al
llorisqueo lastimoso y la depresión profunda.
En algún
momento el rechazo se volvió lo normal y era simple aceptarlo porque siempre
estaba así. Cuando me empezaron a aceptar y
hasta premiar alguna de mis obras, mi reacción natural fue la desconfianza. “Me han traído hasta aquí tus caderas no tu corazón...” canta Sabina en Peor para el sol.
Después uno
madura y se vuelve egoísta y anda demasiado agotado de ejercer la vida real
como para analizarlo todo. A la
pregunta de ¿cuál es la verdad? uno
responde primero: todas, y al cabo se conforma con un ya no me importa la verdad, me alcanza con una buena historia.
Nos limitamos a nuestra obra, por el visceral
placer que nos provoca el hecho de pintar.
El hacer es lo que cuenta, el resultado de esa acción es independiente
de nosotros y será su destino el que marque su valía o no en la
posteridad. Aprendemos que es un
realidad interna el SER artista no
una condecoración que externamente nos coloca quién sea que tenga derecho a
calificarnos. Somos, aunque nadie más
coincida con esa opinión.
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