viernes, 7 de noviembre de 2014

Por qué dedicarse al arte.  Decálogo Mitológico.
Mito 8.   “Porque si sos artista no tenés responsabilidades¸  sos libre, hacés lo que se te canta y nadie te dice nada: no tenés responsabilidades”


   ¿Qué ausencia de responsabilidades se supone goza el artista?  No de las estrictamente vitales: aun abstraídos en las más estéticas contemplaciones se sigue necesitando almorzar y tomar una ducha caliente en invierno.  Ni el más elevado genio de las artes puede evadirse de esas bajas mundanalidades.  La responsabilidad de subsistir es ineludible.

   Y después están las responsabilidades filiales.  Esas que aunque uno trate con total consciente ahínco desprenderse siguen estando ahí, anclantes, agobiantes.  Frente a la familia uno no es un “artista” autorizado a vivir de modo abstracto e idílico; uno sigue siendo ese vago inútil que le da a la guitarrita (o que sigue pintando esas porquerías que nadie compra).

   Aunque quisiéramos con toda la voluntad del alma borrar del mapa toda responsabilidad familiar ellos siguen al pie, inconmovibles en su censura y crítica impiadosa.  Y uno es un débil animal de costumbres.  Uno malvende su salud mental (y hasta su orgullo) por la ficción de un poco de (inexistente) afecto leal.


   Y nos queda la más severa: la responsabilidad ante nosotros mismos.  ¿Qué estamos haciendo?  ¿Hay algún vestigio de razón en este empecinamiento en crear algo que nadie más que nosotros cataloga de arte?  ¿Hemos elegido bien?  ¿Hemos hecho lo correcto?  ¿Estamos dando todo lo que podemos dar o nos achanchamos en alguna zona de tramposa comodidad?  ¿Cuál es la verdad?

   Como casi todo el  mundo que se inicia en el arte, empecé a desarrollar mi carrera intentando mostrar mi obra haciéndola participar en salones y concursos de plástica.

   Recuerdo que mi primer intento fue en un concurso de pintura que organizaba anualmente la ya inexistente Bolsa de Cereales (yo tendría unos 17 años), con un retrato al óleo que afortunadamente ya no existe (le pinté arriba otra cosa).  Obviamente, lo rechazaron.  Indiscutible, ese retrato era técnicamente una porquería.

   Seguí insistiendo, calculo que más o menos al ritmo de postulación de un certamen por mes.  Buenos Aires Capital y los municipios del primer cordón del Conourbano siempre han tenido una profusa actividad artística.  Y seguí siendo rechazada.  Sistemáticamente.

   Recién logré que aceptaran una obra, en mis veinte, en un Salón Municipal de Lomas de Zamora (otro retrato, de la Madre Teresa de Calcuta, tan espantoso como era por ese entonces todo mi trabajo).  Fuera de esa excepción, siguieron los rechazos.  Cumplido los veintitrés me seleccionaron en el Salón Municipal de Lanús, y ¡encima! me otorgaron una mención.  Máscara con Mantilla fue el primer reconocimiento que obtuve, no se si por mérito de mi trabajo o de mi obcecada obstinación.


   Fueron seis años de rechazos puros.  Después siguieron, hasta el día de hoy, muchos rechazos, aceptaciones varias y algún que otro premio.  Mi terquedad fue adquiriendo algún sustento racional (la intelectualización de la derrota perpetua como un logro en sí mismo) y acá estamos.

   Pero la cuestión era (y tal vez sea aún) preguntarse ante cada rechazo: ¿tengo razón en insistir?  ¿no me están dando un claro mensaje de que no sirvo, que lo que hago no vale, que estoy perdiendo de modo espectacular el tiempo, la vida y la pasión en algo que no es lo mío?

   El artista frente al rechazo (en un concurso, en la voz de un crítico, ante el público) tiene la responsabilidad ante sí mismo de reaccionar, aceptando o no esa negación de valor sobre su obra y actuar en consecuencia.  Es muy difícil no tener dudas y es imposible auto-engañarse ante la contundencia del desprecio del medio hacia nuestro intento de ingresar a él.

   Por lo general la incertidumbre, la inseguridad, el pánico, que el artista enfrenta ante el rechazo a su trabajo lo enfrenta irremediablemente SOLO.  No suele haber nadie cerca que pueda llegar a entender la dimensión del conflicto que significa para uno la crítica destructiva.  Porque el artista (honesto) es su obra y al atacarse ésta se destruye la íntima convicción de lo que uno es.


   ¿Cómo se enfrenta racionalmente el rechazo?  No sé.  Nunca supe hacerlo.  Cuando era muy joven, rompía en llanto, clamaba a los cielos en el grito de por qué no me querían, y tiraba a la basura pinceles, paleta y pinturas.  Me duraba la abstinencia no más de una semana  y de vuelta salía a comprar materiales y a intentarlo otra vez.  El tiempo y la experiencia (y la cíclica y nefasta economía argentina) me enseñó a no tirar mi equipo -costoso de reponer- limitándome al llorisqueo lastimoso y la depresión profunda.

   En algún momento el rechazo se volvió lo normal y era simple aceptarlo porque siempre estaba así.  Cuando me empezaron a aceptar y hasta premiar alguna de mis obras, mi reacción natural fue la desconfianza.   “Me han traído hasta aquí tus caderas no tu corazón...” canta Sabina en Peor para el sol. 



   Después uno madura y se vuelve egoísta y anda demasiado agotado de ejercer la vida real como para analizarlo todo.  A la pregunta de ¿cuál es la verdad?  uno responde primero: todas, y al cabo se conforma con un ya no me importa la verdad, me alcanza con una buena historia.

  Nos limitamos a nuestra obra, por el visceral placer que nos provoca el hecho de pintar.  El hacer es lo que cuenta, el resultado de esa acción es independiente de nosotros y será su destino el que marque su valía o no en la posteridad.  Aprendemos que es un realidad interna el SER artista no una condecoración que externamente nos coloca quién sea que tenga derecho a calificarnos.  Somos, aunque nadie más coincida con esa opinión.


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