jueves, 27 de noviembre de 2014


    Ser artista en Buenos Aires (ser artista sin galería, ni art-dealer, ni representante bajo la denominación que esté de moda, ni nada de nada más que una obstinada buena voluntad de ser artista).

Capítulo II:  La Obra: su concepción, evolución y desarrollo.

          II. a) Inspiración vs. Casual causalidad.
 
    La inspiración tiene muy buena prensa: las musas (favorables o esquivas o aun de vacaciones con Serrat) se  presentan en el imaginario colectivo como muy atractivas, sensuales, llenas de promesas de futuros de gloria.  Ese arrebato de creatividad sin reglas, de origen misterioso, como una especie de estado de gracia, de iluminación divina, de poderío sobrenatural.  O de rapto psicótico, de alucinación por mérito propio o con auxilio de alguna sustancia non sacta.  La magia verde del ajenjo.  La psicodelia del sesentoso LSD.
 
   Supongo que habrá algún que otro instante de inspiración a lo largo de la vida del artista, pero apenas instantes, fugacidades  que difícilmente se registran en el momento  en que se producen.  Recién en retrospectiva, cuando años después uno se para a contemplar lo hecho en su conjunto, pueden detectarse esos toques especiales y distintivos que no tienen otra explicación  que un instante de  auténtica inspiración.
   Pero fuera de eso, queda sólo el trabajo, trabajo-trabajo-trabajo, consciente o inconsciente, que peldaño a peldaño constituye la obra del artista.  Una obra más surgida de la casualidad y la confusión que de la labor de etéreas musas.  Mucha más causalidad derivada de un  hecho casual que productividad sostenida por la bendición de los dioses.
 
 
     Los autodidactas, por lo general, empezamos jugando antes de tener conciencia de juego.  Nos gusta dibujar o pintar y eso hacemos, porque sí, sin planes a largo plazo, por mero gusto de hacerlo.  En los niños el arte es una pulsión natural, que en los primeros años de escuela se fomenta.  Nadie presta atención y en consecuencia, no lo molestan a uno.  Después, ya en el colegio secundario, cuando las matemáticas se vuelven incomprensible prioridad, suele ser un desacato el pasarse el día haciendo dibujitos en los márgenes y esa natural vocación se va socavando por manifiesta inutilidad. 

   En los autodidactas, la inclinación al arte se desarrolla desde muy temprano, por eso cuando se llega a una edad de racionalizar la preferencia, uno ya trae cierto bagaje a cuestas que constituirá los cimientos originarios de lo que devendrá en su obra.   Pongo un ejemplo.  Yo dibujé desde siempre; era una criaturita rara, con una historia familiar tirando a terrible, que pasaba la mayor parte del tiempo encerrada en casa y sola.  El que como regalo de cumpleaños, navidad y reyes  pidiera papel y lápices de colores para dibujar, era una enorme comodidad para mi entorno.   Así crecí: con la pantalla de un televisor en blanco y negro como compañía constante  y mucho papel donde jugar con los colores que mi cabeza proveía a las imágenes que seguía atentamente en escala de grises. 

   Supongo que era lógico –causalidad devenida de la casualidad de que mi infancia fuera espantosa- que mi propensión a dibujar se concentrara en los retratos, ya que la TV en los setenta priorizaba los rostros de los actores por sobre los paisajes descoloridos o la abstracción.  En la primaria yo llenaba cuadernos con retratos en lápiz o tinta china de mujeres que copiaba de revistas, para ya en primer y segundo año del comercial copiar los rostros en vivo de mis compañeras de colegio en un poco sucias carbonillas.

  Me gustaba hacerlo y lo hacía.  Me atraían los rostros de mis compañeras (yo iba a una escuela de monjas sólo de mujeres) y trabajaba constantemente sobre ellos.  La forma, la expresión, el juego de la luz.  Llegué a hacer retratos con gran facilidad y fidelidad.
 
   Ya adolescente, y buscando revistas usadas para copiar rostros en la soledad de casa, descubrí El Tony, D´Artagnan   e Intervalo, con sus maravillosas tapas, y empecé a dibujar rostros masculinos de fríos ojos claros y torsos y piernas de músculos poderosos.
   Convertirme en retratista era consecuencia de la combinación de mi gusto por dibujar, su condición de actividad que podía realizar en mi autismo doméstico, y en un avance progresivo y satisfactorio de mis capacidades derivado de la continua práctica.  Mis modelos,  lo que tenía a mano: la pantalla de TV, mis compañeras de escuela, las revistas usadas que compraba barato. 

   Cuando intenté mostrar mi trabajo, rechazo tras rechazo, me encontraba  con que calificaban –despectivamente- mi trabajo como el de  “mera retratista”, como si eso fuera el mayor pecado  que pudiera cometer un artista.  Sin ser muy consciente pero probablemente influenciada por este rechazo y este menosprecio manifiesto  al retrato, pasé a hacer máscaras y de ahí a figuras humanas sin rostro. 
   Yo entiendo esta sucesión de hechos (casuales de por sí, pues no ajustan a ningún plan pre-determinado) como la evolución (causada) de mi obra derivada exclusivamente de la casualidad de ser yo con la vida que me tocó en el reparto.  Por más análisis racional que haga sólo puedo ver  una causalidad de origen casual: yo y mi historia personal.  Si entró a jugar alguna vez la “inspiración” delimitando un antes y un después de lo que sea, honestamente yo no me percaté de ello.
 
 
   Por el contrario, los artistas que reciben formación académica, suelen descubrir o determinar su vocación al terminar la escuela secundaria ( o algunos años después), como conclusión a la falta de otras aptitudes o inclinaciones.   Ingresan a las escuelas de arte, como la Prilidiano Pueyrredón, dónde reciben instrucción sobre todo:  hoy paisajes, mañana caballos, después torsos femeninos.  Hoy será acrílico, mañana acuarela y pasado el taller de grabado.  El curso de escultura vendrá después y el de serigrafía se puede hacer en el cursillo de verano. 
   Son artistas formados en todo que deberán, tras recibir su diploma de graduación, hallar lo que será el quid de su obra para comenzar a concebirla.  No quiero sonar sarcástica; puede que esté siendo injusta movida por mi ignorancia de no haber jamás tomado clases formales.  Pero he conocido algún que otro artista, egresado con excelentes notas, que me explicaba con toda la seriedad y convicción del mundo, que un profesor (¿o profesora?) le había explicado que tenía que elegir un objeto sobre el que centrar su obra, que fuera fácilmente reproducible bajo deformaciones para poder desarrollarlo como concepto de su visión artística.  En las múltiples versiones de una misma cosa se lograría el sello distintivo del autor.  Él, creo recordar, había elegido la bicicleta.  Y sobre esa “inspiración” dio eje y sustento a su obra.  Esta conversación pasó hace más de veinte años, no volví a tener contacto con él; mentiría si afirmara que hoy sigue deformando bicicletas.  
    Pero he visto otros  artistas que sólo pintan vacas,  otras que hacen las mil  y una versiones de botellas y copitas, hay quien repite el mismo monigote mutando el color de fondo…  Sospecho que algo de eso de elegir un  tema y darle y darle hasta el cansancio o la consagración tiene el resabio de buen consejo de maestro de escuela (de arte).  Inspiración educativa de antigua tradición.
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario