Capítulo
II: La Obra: su concepción, evolución y
desarrollo.
II. a) Inspiración vs. Casual causalidad.
La
inspiración tiene muy buena prensa: las musas (favorables o esquivas o aun de
vacaciones con Serrat) se presentan en el imaginario colectivo como muy atractivas,
sensuales, llenas de promesas de futuros de gloria. Ese arrebato de creatividad sin reglas, de
origen misterioso, como una especie de estado de gracia, de iluminación divina,
de poderío sobrenatural. O de rapto
psicótico, de alucinación por mérito propio o con auxilio de alguna sustancia non sacta. La magia verde del ajenjo. La psicodelia del sesentoso LSD.
Supongo que
habrá algún que otro instante de inspiración a lo largo de la vida del artista,
pero apenas instantes, fugacidades que difícilmente
se registran en el momento en que se producen.
Recién en retrospectiva, cuando años después uno se para a contemplar lo
hecho en su conjunto, pueden detectarse esos toques especiales y distintivos que no
tienen otra explicación que un instante de auténtica inspiración.
Pero fuera
de eso, queda sólo el trabajo, trabajo-trabajo-trabajo, consciente o inconsciente,
que peldaño a peldaño constituye la obra del artista. Una obra más surgida de la casualidad y la confusión que de la labor de etéreas musas. Mucha más causalidad derivada de un hecho casual que productividad sostenida por la bendición de los dioses.
Los autodidactas,
por lo general, empezamos jugando antes de tener conciencia de juego. Nos
gusta dibujar o pintar y eso hacemos, porque sí, sin planes a largo plazo, por mero gusto de
hacerlo. En los niños el arte es una
pulsión natural, que en los primeros años de escuela se fomenta. Nadie presta atención y en consecuencia, no
lo molestan a uno. Después, ya en el
colegio secundario, cuando las matemáticas se vuelven incomprensible prioridad,
suele ser un desacato el pasarse el día haciendo dibujitos en los márgenes y
esa natural vocación se va socavando por manifiesta inutilidad.
En los
autodidactas, la inclinación al arte se desarrolla desde muy temprano, por eso
cuando se llega a una edad de racionalizar la preferencia, uno ya trae cierto
bagaje a cuestas que constituirá los cimientos originarios de lo que devendrá en su obra. Pongo un ejemplo. Yo dibujé desde siempre; era una criaturita
rara, con una historia familiar tirando a terrible, que pasaba la mayor parte
del tiempo encerrada en casa y sola. El
que como regalo de cumpleaños, navidad y reyes pidiera papel y lápices de colores para
dibujar, era una enorme comodidad para mi entorno. Así crecí: con la pantalla de un televisor en blanco y negro como compañía
constante y mucho papel donde jugar con
los colores que mi cabeza proveía a las imágenes que seguía atentamente en
escala de grises.
Supongo que
era lógico –causalidad devenida de la casualidad de que mi infancia fuera
espantosa- que mi propensión a dibujar se concentrara en los retratos, ya que
la TV en los setenta priorizaba los rostros de los actores por sobre los paisajes descoloridos
o la abstracción. En la primaria yo
llenaba cuadernos con retratos en lápiz o tinta china de mujeres que copiaba de revistas, para ya en
primer y segundo año del comercial copiar los rostros en vivo de mis compañeras
de colegio en un poco sucias carbonillas.
Me gustaba
hacerlo y lo hacía. Me atraían los
rostros de mis compañeras (yo iba a una escuela de monjas sólo de mujeres) y
trabajaba constantemente sobre ellos. La forma, la
expresión, el juego de la luz. Llegué a
hacer retratos con gran facilidad y fidelidad.
Ya
adolescente, y buscando revistas usadas para copiar rostros en la soledad de
casa, descubrí El Tony, D´Artagnan e Intervalo, con sus maravillosas tapas, y
empecé a dibujar rostros masculinos de fríos ojos claros y torsos y piernas de músculos poderosos.
Convertirme
en retratista era consecuencia de la combinación de mi gusto por dibujar, su
condición de actividad que podía realizar en mi autismo doméstico, y en un
avance progresivo y satisfactorio de mis capacidades derivado de la continua
práctica. Mis modelos, lo que tenía a mano: la pantalla de TV, mis compañeras de escuela, las revistas usadas que compraba barato.
Cuando
intenté mostrar mi trabajo, rechazo tras rechazo, me encontraba con que calificaban –despectivamente- mi trabajo
como el de “mera retratista”, como si eso fuera el mayor pecado que
pudiera cometer un artista. Sin ser muy
consciente pero probablemente influenciada por este rechazo y este
menosprecio manifiesto al retrato, pasé a hacer máscaras y de ahí a figuras humanas sin
rostro.
Yo entiendo
esta sucesión de hechos (casuales de por sí, pues no ajustan a ningún plan pre-determinado) como la evolución (causada) de mi obra derivada exclusivamente de la casualidad de ser yo con la vida que me tocó en el reparto. Por más análisis racional que haga sólo puedo ver una causalidad de origen
casual: yo y mi historia personal. Si
entró a jugar alguna vez la “inspiración” delimitando un antes y un después de lo que sea,
honestamente yo no me percaté de ello.
Por el
contrario, los artistas que reciben formación académica, suelen descubrir
o determinar su vocación al terminar la escuela secundaria ( o algunos años después),
como conclusión a la falta de otras aptitudes o inclinaciones. Ingresan a las escuelas de arte, como la Prilidiano Pueyrredón, dónde reciben
instrucción sobre todo: hoy paisajes,
mañana caballos, después torsos femeninos.
Hoy será acrílico, mañana acuarela y pasado el taller de grabado. El curso de escultura vendrá después y el de
serigrafía se puede hacer en el cursillo de verano.
Son artistas formados en todo que deberán,
tras recibir su diploma de graduación, hallar lo que será el quid de su obra
para comenzar a concebirla. No quiero sonar
sarcástica; puede que esté siendo injusta movida por mi ignorancia de no haber
jamás tomado clases formales. Pero he conocido
algún que otro artista, egresado con excelentes notas, que me explicaba con
toda la seriedad y convicción del mundo, que un profesor (¿o profesora?) le había
explicado que tenía que elegir un objeto sobre el que centrar su obra, que
fuera fácilmente reproducible bajo deformaciones para poder desarrollarlo como
concepto de su visión artística. En las
múltiples versiones de una misma cosa se lograría el sello distintivo del
autor. Él, creo recordar, había elegido
la bicicleta. Y sobre esa “inspiración” dio eje y sustento a su
obra. Esta conversación pasó hace más de
veinte años, no volví a tener contacto con él; mentiría si afirmara que hoy
sigue deformando bicicletas.
Pero he
visto otros artistas que sólo pintan
vacas, otras que hacen las mil y una versiones de botellas y copitas, hay quien repite el mismo monigote mutando el color de fondo… Sospecho que algo de eso de elegir un tema y darle y darle hasta el cansancio o la
consagración tiene el resabio de buen consejo de maestro de escuela (de arte). Inspiración educativa de antigua
tradición.
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