Por
qué dedicarse al arte. Decálogo
Mitológico.
Mito 10. La vida dedicada al arte como elección.
No se elige ser artista. Uno empieza a vincularse con las naderías del arte desde chico, como un
juego; eso que es fácil y grato y que nos hace felices sin conciencia de destino. Hasta que un día, tarde, comprendemos que no
hay escapatoria. Se sabe entonces que uno realmente no tuvo
chances, que el libre albedrío es puro cuento.
Que esto era así desde antes de que fuera. Que no contaba nuestra opinión.
“Las imágenes lo inundaban, en enloquecida
marea. Su cabeza casi estallaba de
imágenes. No sabía de dónde venían pero
sí que seguirían fluyendo, que estaban dentro de él, inagotables e
infinitas. El secreto estaba en
encontrarles palabras, para poder decir lo que todavía no se había dicho nunca.
´Dios querido´ pensaba –pero no el Dios de las iglesias,
de los curas, del dogma y de las soporíferas letanías, sino el Dios Vivo, el
que es- ´Dios querido, dame esa lengua. Deja que vierta lo que hay en mí. La marea y el fuego. Déjame ser un ladrón de
tu fuego como lo fuera Prometeo, para que pueda devolvértelo, más brillante y
más puro.´”
James
Ramsey Ullman, El día en llamas
Editorial de Ediciones Selectas SRL Buenos Aires 1960 pág. 38/39.
“Ah,
querido hermano, a veces sé muy bien lo que quiero… En un cuadro yo quisiera decir algo
consolador como una música…, pintar hombres o mujeres con algo de eterno, cuyo
símbolo en una época era el nimbo y que nosotros buscamos mediante la
irradiación en sí misma, mediante la vibración de nuestros colores. (…)
…Expresar el amor de dos enamorados mediante la unión de dos complementarios,
su mezcla y sus contraposiciones, las vibraciones misteriosas de los tonos
reunidos. Expresar el pensamiento de una
frente, con el resplandor de un tono claro sobre un fondo oscuro. Expresar la esperanza con alguna estrella. El ardor de un ser, con un rayo de sol en el
ocaso. No son, por cierto, ilusiones
realistas pero ¿no son una cosa que realmente existe? (…) No
sé si comprenderás cómo se puede hacer poesía, sólo combinando colores, cómo se
puede decir cosas consoladoras en música.”
Vincent
Van Gogh Correspondencia – Los Impresionistas Viscontea
S.A., Buenos Aires 1982, pág. 82/83.
“Siempre he creído que cada escritor, cada
músico, tiene una o dos cosas principalísimas que decir y las repiten en
diferentes formas, toda la vida, hasta que dan con el tono justo. Desde luego, cuanto más larga es una vida,
más ocasiones se ofrecen de repetir lo ya dicho, mejorando o empeorando
primeras versiones. (…) Entre nosotros,
basta citar a un monstruo sagrado (ya) de las letras. En él, las repeticiones parecen no serlo
porque nacen de preferencias contradictorias.
Desorientan. ¿Qué tendrá que ver
la erudición más elaborada (a veces la parodia burlona de la erudición) con la
superstición del compadraje de la esquina rosada; el idioma de los argentinos
(tel qu´on le parle) con el anglosajón (tel qu´on ne le parlera jamais plus);
el comentario agudo de variadas y refinadas lecturas con la alabanza de la
milonga cruda y monótona; el canto a las bibliotecas con el canto al facón
desenvainado? ¿Qué todo esto es inconexo? Ni lo puedo imaginar. Hay en ello una relación compensatoria y
complicados pasajes subterráneos.
Escribe Borges (quién duda que se trata de
él) que bajo la influencia de Macedonio Fernández creyó, durante un tiempo, que
la belleza es privilegio de unos pocos autores, pero que ahora sabe que es
común y que “está acechándonos en las casuales páginas del mediocre o en un
diálogo callejero”. Yo estoy con
Macedonio Fernández, y en cuanto a lo que afirma Borges, tiene parte de
verdad. Sólo parte, porque el que ve la belleza en casuales páginas
del mediocre o en un diálogo callejero es el que la lleva dentro, es el
superdotado, rara avis. Si escribe, ese
será el autor que señala Macedonio: el que ha visto lo que otros ojos no
alcanzan a distinguir.”
Victoria
Ocampo, Testimonios - Octava Serie 1968/1970 Editorial Sur S.A., Buenos Aires 1971 páginas
7/8.
“Ahora,
yo creía que escribir en colaboración era imposible, pero fui un domingo a
almorzar a casa de Bioy, y se demoró el almuerzo durante una hora; y él me
dijo: ´Vamos a escribir aquel cuento, cuyo argumento se te ocurrió, y yo te
propuse que lo escribiéramos en colaboración´.
Y yo dije que sí, para demostrarle que la colaboración era imposible. Nos pusimos a escribir, y, al rato, bueno, se
apoderó de nosotros un personaje que se llamaría después Bustos Domecq, y
ulteriormente Suárez Lynch; se apoderó de nosotros y empezamos a escribir. Yo no sé realmente de qué lado de la mesa
surgieron las cosas… alguna frase se me habrá ocurrido a mí, y algún argumento
a él… (…) Pero, últimamente, resolvimos abandonarlo a… a Bustos Domecq y a Suarez Lynch, porque,
como no nos gusta mucho lo que ellos escriben, y tienen un estilo barroco, y a
Bioy le desagrada –Bioy me ha enseñado la virtud de la sencillez de lo clásico-
y a mí ahora también me desagrada. Sin
embargo, en cuanto empezamos a escribir, ya surge ese fantasma, ese fantasma
generado por nuestro diálogo, y se apodera no solamente del argumento sino de
las frases, y tiende hacia lo barroco; hacia una suerte de reductio ad absurdum de lo que estamos escribiendo…”
Jorge
Luis Borges, Reencuentro – Diálogos Inéditos con Osvaldo
Ferrari Editorial
Sudamericana Buenos Aires 1999, Pág.
143/144.
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