miércoles, 5 de noviembre de 2014

Por qué dedicarse al arte.  Decálogo Mitológico.

Mito 6. “Porque los artistas tiene licencia de delirio (están chapita, se les piantó un jugador, no les llega agua al tanque, se le desalinearon los patitos, les chifla el  moño, perdieron un tornillo, se expusieron mucho al sol, y otros pintorescos eufemismos)”.


    Ser artista y estar un poco loco se volvieron sinónimos.  Probablemente, el hecho de adherir voluntariamente a una actividad que nos exigirá mucho y dará poquísimo (material) a cambio pareciera confirmar la poca sensatez de la elección.

   Aunque en lo personal no creo que uno elija “ser artista” sino que descubre su destino ineludible, es cierto que cuando uno anuncia a sus progenitores que se dedicará al arte la primera reacción de cualquier padre responsable es intentar la disuasión.  ¿De qué vas a vivir? Es la primera pregunta tras el anuncio de una vocación artística.  Hay que ser práctico tanto como sincero: del arte no se vive.  Entonces, ¿para qué?

  La obstinación en abrazar una carrera frustrante es a juicio de la gente racional el primer e inconfundible signo de locura.   “¿Te pagué toda la secundaria en colegio bilingüe de doble escolaridad, más los profesores particulares de matemática y física, los exámenes en la Cambridge y los de computación en la UTN,  para que ahora me vengas con que te vas a dedicar a hacer dibujitos?”   Tanta inversión desperdiciada…


  Tras el primer síntoma delirante, que es anunciar que uno quiere dedicarse a alguna de las varias disciplinas del arte, viene la necesaria negociación: uno hace algo que a la familia tranquiliza mientras continua con su “berretín” de artista medio a escondiditas.  Y en esa dualidad forzada por la paz doméstica uno empieza a desarrollar patrones voluntariamente esquizofrénicos que, si se prolonga la situación en el tiempo, llegan  a lucir como rasgos auténticamente patológicos.

  Cuando se es muy joven, recién salido de la escuela, estos dobles juegos de complacer a quien nos alimenta y alimentar la vocación del alma, pueden hacerse casi sin esfuerzo.  Pero con el correr del tiempo (y no llegando el “éxito” a demostrar nuestra razón) la carga va haciéndose más pesada y nosotros más viejos y  cansinos para la lucha frontal.

  Es probablemente entonces  cuando nuestra conducta se vuelve ostensiblemente extraña.  Muchos obtienen un empleo (que odian) en relación de dependencia para cubrir los gastos básicos, en el que se disfrazan de normalidad, para luego en el resto de su tiempo desplegar su realidad amenazantemente como cuando Batman abre su  amplia baticapa. 

  Otros caen en el comercio –a veces patético- de versiones artesanales de su auténtica creatividad para poder sacar lo suficiente para el alquiler.  He conocido artistas soberbios absorbidos por las ferias de artesanos, que le chuparon la fe y le agotaron la energía, decayendo su obra en paralelo a la confección de esas pequeñeces que le dan de comer.  Tan triste como que sobrevivir es el instinto básico del ser humano.

  En el mundo real (ese de todo por un sueldo), cuando nos cruzamos entre nosotros, nos reconocemos pero tratamos de disimularlo.  Sentimos vergüenza de nuestra faceta mercenaria.  Cuando coincidimos en un vernissage o en una muestra hacemos como que no sabemos que gran parte de nuestro tiempo se va en esas actividades infames y mundanas que aborrecemos pero que necesitamos por apego a nuestra humanidad.


    Esta esquizofrenia voluntaria nos afecta, no se puede negar.  Y si a eso se le suma que cualquier artista necesita de conectarse visceralmente con su esencia para poder dotar a su obra de autenticidad…  Hacemos bingo y debemos rendirnos ante la evidencia.

   El artista se fagocita a sí mismo para lograr que su obra sea única y original.  No es un sacrificio, es una consecuencia inevitable de su querer decir desde sí.  Pero ese volcarse sin recato en lo que se hace acaba, reconoceré, haciendo que muchas de las conductas que uno desarrolla con habitualidad pequen de cierta rareza a vistas legas.

“¡Yo inventé el color de las vocales! –A negro, E blanco, I rojo, O azul, U verde.- Establecí la forma y el movimiento de cada consonante y, con ritmos instintivos me jacté de inventar un verbo poético accesible, un día u otro, a todos los sentidos.  Yo me reservaba la traducción. 
Voyelles
A noir, E blanc, I rouge, U vert, O bleu: voyelles,
Je dirai quelque jour vois naissances latentes:
A, noir corset velu des mouches éclatantes
Qui bombinet autour des puanteurs cruelles,
Golfes d´ombre: E candeurs des vapeurs et des tentes,
Lances des glaciers fiers, rois blancs, frisson d´ombelles:
I, pourpres, sang craché, rire des lévres belles
Dans la colére ou les ivresses penitentes;
U, cycles, vibrements divins des mers virides,
Paix des patis semés d´animaux, paix des rides
Que l´alchimie imprime aux grands fronts studieux;
O, supreme Clairon piern des stridents estranges,
Silences traversés des Mondes et des Anges:
-O l´Omega, rayon  violet de Ses Yeux!
Este fue, ante todo, un estudio.  Escribía silencios, noches. Anotaba lo inexpresable, fijaba vértigos.”

Arthur Rimbaud, Obra Poética – Una temporada en el Infierno, Delirios II Alquimia del Verso  Efece Editores Buenos Aires 1977,  páginas 217/218.


   Conozco muchas personas dedicadas al arte que a veces se comportan de modo que alguien podría llamar “extravagante”.  Pero que dentro del patrón de conducta de cada uno ese proceder es por completo normal y lógico y mal podría calificarse de síntoma de desequilibrio mental.  

   Pongo un ejemplo a mi costa que sé que me acarreará que sea usado en mi contra.  Pero, dando por hecho  que nadie más que yo lee esto, no debería ser un riesgo real.  Sigo.

  Cuando decidí ser artista comprendí que tenía que mejorar mucho mi dibujo.  Dibujé siempre, pero quinceañera encontraba que mi dibujo era muy deficiente (que lo era) y como no cabía en mis posibilidades tomar clases al respecto (yo cursaba el secundario y era más que suficiente para mi entorno) dediqué un tiempo a analizar el modo más eficaz de corregir mis errores. 

  La lectura me llevó al principio de que un buen dibujante es un buen observador.  Yo tenía que mirar mucho. Eso era fácil, pero ¿cómo llegaba de la observación a corregir mis errores o suplir mis deficiencias?  Tras darle muchas vueltas en mi cabeza (lo que ha sido siempre mi karma) comprendí de qué se trataba (insisto, yo era adolescente entonces): Todo era una mentira.  La gente, las cosas, el mundo, todo era plano.  Sólo dos dimensiones.  No existía la tercera dimensión, el volumen era una trampa al ojo, trompe-l´oeil, un efecto de la luz y de las sombras que nos lleva a creer que existe profundidad, curvaturas y masa. 

   Habiendo descubierto el punto, yo me dediqué a observar todo a mi alrededor sabiendo que era un complot universal.  Estudié a cada persona en el colectivo todas las mañanas viajando a la escuela sabiendo que eran planos, sólo largo y ancho, que la nariz parecía salir de la cara por la luz en el tabique, que el cabello simulaba sedosos rulos por las líneas de brillo curvo que hacía resaltar el bucle.  Las sombras entre los dedos  me engañan para que parezca que la mano se aferra el pasamano de metal, que parece de metal por el brillo central y las sombras difusas de los bordes.

   La observación es un ejercicio y la convicción, como en las religiones, viene de la repetición diaria.  Yo sé hoy de modo dogmático que la gente es plana y así la sigo viendo.  Sólo dos dimensiones.  Todo lo demás es mirar y mirar para descubrir la trampa y poder reproducirla en mi obra.  No me siento “delirante” por esto, para mí la observación desconfiada es una forma de vivir y de interpretar mi realidad circundante.  Un recurso por completo racional.



   Un empleado deja su trabajo dentro de la oficina cuando se va a casa; un médico en el consultorio y el deportista cuando sale del club.  Un artista es artista todo el tiempo.  Mira como artista, respira como artista,  come como artista.  No es un medio de vida ni un trabajo.  Para el artista todo es su obra, porque su obra es esencialmente él mismo.  Esa autenticidad es lo que diferencia al artista real del impostor. Esa necesidad de compromiso completo y personal debe ser lo que, desde afuera, parece tan próximo a la locura.


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