Por
qué dedicarse al arte. Decálogo
Mitológico.
Mito 6. “Porque los artistas tiene licencia de
delirio (están chapita, se les piantó un jugador, no les llega agua al tanque,
se le desalinearon los patitos, les chifla el
moño, perdieron un tornillo, se expusieron mucho al sol, y otros pintorescos
eufemismos)”.
Ser
artista y estar un poco loco se volvieron sinónimos. Probablemente, el hecho de adherir
voluntariamente a una actividad que nos exigirá mucho y dará poquísimo (material)
a cambio pareciera confirmar la poca sensatez de la elección.
Aunque en
lo personal no creo que uno elija “ser
artista” sino que descubre su destino ineludible, es cierto que cuando uno
anuncia a sus progenitores que se dedicará al arte la primera reacción de
cualquier padre responsable es intentar la disuasión. ¿De qué
vas a vivir? Es la primera pregunta tras el anuncio de una vocación
artística. Hay que ser práctico tanto
como sincero: del arte no se vive.
Entonces, ¿para qué?
La
obstinación en abrazar una carrera frustrante es a juicio de la gente racional
el primer e inconfundible signo de locura.
“¿Te pagué toda la secundaria en colegio bilingüe de doble escolaridad,
más los profesores particulares de matemática y física, los exámenes en la
Cambridge y los de computación en la UTN, para que ahora me vengas con que te vas a
dedicar a hacer dibujitos?” Tanta
inversión desperdiciada…
Tras el
primer síntoma delirante, que es anunciar que uno quiere dedicarse a alguna de
las varias disciplinas del arte, viene la necesaria negociación: uno hace algo
que a la familia tranquiliza mientras continua con su “berretín” de artista medio a escondiditas. Y en esa dualidad forzada por la paz
doméstica uno empieza a desarrollar patrones voluntariamente esquizofrénicos
que, si se prolonga la situación en el tiempo, llegan a lucir como rasgos auténticamente patológicos.
Cuando se es
muy joven, recién salido de la escuela, estos dobles juegos de complacer a
quien nos alimenta y alimentar la vocación del alma, pueden hacerse casi sin
esfuerzo. Pero con el correr del tiempo
(y no llegando el “éxito” a demostrar
nuestra razón) la carga va haciéndose más pesada y nosotros más viejos y cansinos para la lucha frontal.
Es
probablemente entonces cuando nuestra
conducta se vuelve ostensiblemente extraña.
Muchos obtienen un empleo (que odian) en relación de dependencia para
cubrir los gastos básicos, en el que se disfrazan de normalidad, para luego en el
resto de su tiempo desplegar su realidad amenazantemente como cuando Batman
abre su amplia baticapa.
Otros caen
en el comercio –a veces patético- de versiones artesanales de su auténtica
creatividad para poder sacar lo suficiente para el alquiler. He conocido artistas soberbios absorbidos por
las ferias de artesanos, que le chuparon la fe y le agotaron la energía,
decayendo su obra en paralelo a la confección de esas pequeñeces que le dan de
comer. Tan triste como que sobrevivir es
el instinto básico del ser humano.
En el mundo
real (ese de todo por un sueldo),
cuando nos cruzamos entre nosotros, nos reconocemos pero tratamos de
disimularlo. Sentimos vergüenza de nuestra
faceta mercenaria. Cuando coincidimos en
un vernissage o en una muestra hacemos como que no sabemos que gran parte de
nuestro tiempo se va en esas actividades infames y mundanas que aborrecemos
pero que necesitamos por apego a nuestra humanidad.
Esta
esquizofrenia voluntaria nos afecta, no se puede negar. Y si a eso se le suma que cualquier artista
necesita de conectarse visceralmente con su esencia para poder dotar a su obra
de autenticidad… Hacemos bingo y debemos
rendirnos ante la evidencia.
El artista
se fagocita a sí mismo para lograr que su obra sea única y original. No es un sacrificio, es una consecuencia
inevitable de su querer decir desde sí.
Pero ese volcarse sin recato en lo que se hace acaba, reconoceré,
haciendo que muchas de las conductas que uno desarrolla con habitualidad pequen
de cierta rareza a vistas legas.
“¡Yo
inventé el color de las vocales! –A negro, E blanco, I rojo, O azul, U verde.-
Establecí la forma y el movimiento de cada consonante y, con ritmos instintivos
me jacté de inventar un verbo poético accesible, un día u otro, a todos los
sentidos. Yo me reservaba la
traducción.
Voyelles
A
noir, E blanc, I rouge, U vert, O bleu: voyelles,
Je
dirai quelque jour vois naissances latentes:
A,
noir corset velu des mouches éclatantes
Qui bombinet autour des
puanteurs cruelles,
Golfes
d´ombre: E candeurs des vapeurs et des tentes,
Lances des glaciers fiers,
rois blancs, frisson d´ombelles:
I, pourpres, sang craché,
rire des lévres belles
Dans
la colére ou les ivresses penitentes;
U, cycles, vibrements divins
des mers virides,
Paix des patis semés
d´animaux, paix des rides
Que l´alchimie imprime aux
grands fronts studieux;
O, supreme Clairon piern des
stridents estranges,
Silences
traversés des Mondes et des Anges:
-O
l´Omega, rayon violet de Ses Yeux!
Este
fue, ante todo, un estudio. Escribía
silencios, noches. Anotaba lo inexpresable, fijaba vértigos.”
Arthur
Rimbaud, Obra Poética – Una temporada en
el Infierno, Delirios II Alquimia del Verso
Efece Editores Buenos Aires 1977, páginas 217/218.
Conozco muchas personas dedicadas
al arte que a veces se comportan de modo que alguien podría llamar “extravagante”. Pero que dentro del patrón de conducta de
cada uno ese proceder es por completo normal y lógico y mal podría calificarse
de síntoma de desequilibrio mental.
Pongo
un ejemplo a mi costa que sé que me acarreará que sea usado en mi contra. Pero, dando por hecho que nadie más que yo lee esto, no debería ser un riesgo real. Sigo.
Cuando decidí
ser artista comprendí que tenía que mejorar mucho mi dibujo. Dibujé siempre, pero quinceañera encontraba
que mi dibujo era muy deficiente (que lo era) y como no cabía en mis
posibilidades tomar clases al respecto (yo cursaba el secundario y era más que
suficiente para mi entorno) dediqué un tiempo a analizar el modo más eficaz de
corregir mis errores.
La lectura
me llevó al principio de que un buen dibujante es un buen observador. Yo tenía que mirar mucho. Eso era fácil, pero
¿cómo llegaba de la observación a corregir mis errores o suplir mis
deficiencias? Tras darle muchas vueltas
en mi cabeza (lo que ha sido siempre mi karma) comprendí de qué se trataba
(insisto, yo era adolescente entonces): Todo
era una mentira. La gente, las cosas, el mundo, todo era
plano. Sólo dos dimensiones. No existía la tercera dimensión, el volumen
era una trampa al ojo, trompe-l´oeil, un efecto de la luz y
de las sombras que nos lleva a creer que existe profundidad, curvaturas y
masa.
Habiendo
descubierto el punto, yo me dediqué a observar todo a mi alrededor sabiendo que
era un complot universal. Estudié a cada
persona en el colectivo todas las mañanas viajando a la escuela sabiendo que
eran planos, sólo largo y ancho, que la nariz parecía salir de la cara por la
luz en el tabique, que el cabello simulaba sedosos rulos por las líneas de
brillo curvo que hacía resaltar el bucle.
Las sombras entre los dedos me engañan para que parezca que la mano
se aferra el pasamano de metal, que parece de metal por el brillo central y las
sombras difusas de los bordes.
La observación
es un ejercicio y la convicción, como en las religiones, viene de la repetición
diaria. Yo sé hoy de modo dogmático que
la gente es plana y así la sigo viendo.
Sólo dos dimensiones. Todo lo demás
es mirar y mirar para descubrir la trampa y poder reproducirla en mi obra. No me siento “delirante” por esto, para mí la observación desconfiada es una
forma de vivir y de interpretar mi realidad circundante.
Un recurso por completo racional.
Un empleado
deja su trabajo dentro de la oficina cuando se va a casa; un médico en el
consultorio y el deportista cuando sale del club. Un artista es artista todo el tiempo. Mira como artista, respira como artista, come como artista. No es un medio de vida ni un trabajo. Para el artista todo es su obra, porque su
obra es esencialmente él mismo. Esa
autenticidad es lo que diferencia al artista real del impostor. Esa necesidad
de compromiso completo y personal debe ser lo que, desde afuera, parece tan
próximo a la locura.
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