miércoles, 15 de octubre de 2014


 
   Estamos rodeados de estúpidos.  Invadidos por ellos.  Son  Legión.

   Hay diversas clases, eso sí; aunque los efectos suelen ser similares a la hora de tratar de sobrevivir a su cercanía.

   Están los estúpidos naturales, esos que son estúpidos por falta de capacidad o instrucción, cuya simpleza peca de honesta, los que fueron concebidos sin el pecado original de la inteligencia.  Son queribles, nos recuerdan la ingenuidad inmaculada de la primera infancia; pueden causar daño si el destino los hace ocupar un cargo público, pero por instinto los protegemos ya que son lo que podríamos haber sido de haberse alineado las estrellas en nuestra contra.

 
   Están los estúpidos puros y duros, los que carecen de margen para comprender la estupidez.  Son tercos e inconmovibles, hacen alarde de su rotunda estupidez y la imponen a como dé lugar.  Jamás conciben posibilidad alguna de error.  Son estúpidos talibanes de la estupidez.  Su fe, dogma y divinidad suprema es la Estupidez Soberana y propagan el proceder estúpido como una forma de vivir que solo muta cuando se convierte en una forma (estúpida) de morir.  Son los que correr picadas a la madrugada con autos que preparan esmeradamente durante semanas, invirtiendo en ello el dinero que no aplican a pagar la cuota alimentaria de esos hijos que dejan por ahí en virtud de su inquebrantable convicción de combatir con ferocidad el control de la natalidad ya que su dios regala esos hijos que nadie va a mantener, ni cuidar ni educar ni librar del destino de estupidez que les aguarda.
 
   Están los estúpidos ladinos, los que sospechan de su propia estupidez y tratan de erradicarla destruyendo a los que no son estúpidos para que, no habiendo con quién comparar, derogar ipso facto la idea de estupidez.  Son estúpidos abusivos, que apelan a la fuerza bruta para imponerse, ya que sus pulsiones primitivas son proporcionales a su falta de intelectualidad.  Son malos de maldad básica.  Quieren voluntariamente destruir.  Su lema es que no crezca el pasto tras su paso; son los que incendian aldeas, matan niños, ancianos  y  mujeres por pánico a lo diferente.  Son los estúpidos que propenden al poder, los que estructuran verticalmente partidos, sectas y gobiernos.  Suelen llegar a la cima arrasando todo a su alrededor.  Nunca miden consecuencia y su capacidad de odio es ilimitada.
 
   Y después están los peores: los estúpidos domésticos, esos que se cuelan bajo el disfraz de la intrascendencia, de su inofensiva constancia y permanencia, esos que parecen parte del decorado hasta que se activan como una bomba de tiempo.  El estúpido doméstico está ahí bajo el falso argumento de no interferir, de no querer imponerse ni dañarnos.  Convivimos con ellos por error de criterio, pensando que es posible, que se puede compartir el universo con los estúpidos, cada uno en lo suyo, cada cual bajo su código, en una paz civilizada bajo distintas éticas incompatibles.  Pero no, el estúpido es incapaz de respetar la idiosincrasia ajena a la estupidez.  En algún momento se entromete, se interpone, nos ataca y sólo se calma cuando logra nuestra completa destrucción.  El estúpido doméstico sólo acepta mediocridad en su entorno, quiere y exige todo a la altura de los zócalos.  No sirve que uno le asegure que jamás tuvo la intención de invitarlo a volar juntos, el estúpido dinamita las alas y el tren de aterrizaje.  El estúpido no puede permitir ni la posibilidad de vuelo.  El estúpido sólo sabe igualar a su nivel.

     No hay defensa contra los estúpidos.  Sólo cabe huir y refugiarse.  Pero están en todos lados.  Son demasiados.  Parece por momentos una batalla perdida desde antes de comenzar.
 
 

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