Por
qué dedicarse al arte. Otros casos
prácticos.
“Nunca supe ser un
alumno mediocre. A veces, parecía negado
a toda enseñanza, dando muestras de la inteligencia más obtusa, y otras me
lanzaba al estudio con un frenesí, una paciencia y una voluntad de aprender que
desconcertaban a todo el mundo. Pero,
para que mi celo se sintiera estimulado, había que ofrecerme forzosamente algo
que me complaciera. Atraído por lo que
se me ofrecía, mostraba entonces un apetito insaciable.
El primero
de mis profesores, don Esteban Trayter, me repitió durante un año que Dios no
existía. Para hacer más hincapié, añadía
que la religión era ´cuestión de mujeres´.
A pesar de mi escasa edad, esta idea me seducía. Se me antojaba de una autenticidad
resplandeciente. Tenía ocasión de
comprobarla a diario en mi familia, donde únicamente las mujeres frecuentaban
la iglesia, mientras que mi padre se negaba a hacerlo proclamándose librepensador. Para mejor afirmar la independencia de sus
ideas, esmaltaba el más insignificante de sus discursos con blasfemias enormes
y pintorescas. Si alguien se lo
reprochaba, se complacía en repetir el aforismo de su amigo Gabriel Alomar: ´La
blasfemia constituye el ornato más bello del idioma catalán´.
(…) En esa
época de mi infancia, cuando mi espíritu se afanaba por saber, yo no encontraba
en la biblioteca de mi padre otra cosa que libros ateos. Hojeándolos, aprendí con todo celo, sin dejar
prueba alguna al azar, que Dios no existe.
(…) Cuando descubrí a Nietzsche
por primera vez, quedé profundamente atónito.
Vi que tenía la audacia de afirmar en letras de molde: ´¡Dios ha
muerto!´. ¿Cómo se explicaba eso? ¡Había estado aprendiendo que Dios no existía,
y ahora alguien me participaba su defunción! Zaratustra se me antojaba un héroe
fabuloso de quién admiraba la grandeza del alma, pero al mismo tiempo se daba a
conocer con unas puerilidades que yo, Dalí, hacía tiempo que había superado. ¡Tiempo llegaría en que yo habría de ser más
grande que él! El día de mi primera
lectura de Así hablaba Zaratustra, me
formé ya mi concepto de Nietzsche. ¡Se
trataba de un hombre débil, que había tenido la debilidad de volverse
loco! Estas reflexiones me proporcionaron
los elementos de mi primera consigna, aquella que debería convertirse, andando
el tiempo, en el lema de mi vida: ´¡La única diferencia entre un loco y yo es la
de que yo no estoy loco!´. (…)
…Bastó para que me expulsaran de la familia. Me vi repudiado por haber estudiado con
exceso de celo y seguido al pie de la letra la enseñanza atea y anarquizante de
los libros de mi progenitor, que no estaba en modo alguno dispuesto a tolerar
que yo le superara en nada, ni mucho menos a consentir que mis blasfemias fuesen
aún peores que las suyas.”
Salvador
Dalí, Diario de un Genio
Tusquets Editores Barcelona 1992, páginas 17/21.
“Ilustrísimo Señor, habiendo visto y considerado
suficientemente las experiencias de todos los que se dicen maestros e
inventores de máquinas de guerra, y encontrando que sus máquinas no difieren en
nada de las que se emplean comúnmente, trataré, sin ánimo de perjudicar a
nadie, de hacerme entender por Vuestra Excelencia para informaros de mis
secretos y demostraros cuando gustéis todas las cosas enumeradas brevemente
aquí debajo:
1.- Puedo construir unos puentes muy ligeros,
sólidos, robustos y fácilmente transportables, para perseguir y, en caso de
necesidad, hacer huir al enemigo, y otros más sólidos que resistan al fuego y al
asalto, cómodos y fáciles de quitar y poner.
También tengo los medios para quemar y destruir los del enemigo.
2.- Para el sitio de una plaza fuerte, sé como sacar
el agua de los fosos y construir una infinidad de puentes, arietes y escalas y
otros ingenios adecuados a este tipo de empresa.
3.- Ítem, si una plaza no puede ser reducida por
medio de un bombardeo a causa de la altura de su glacis o de su fuerte
posición, tengo los medios de destruir cualquier ciudadela o plaza fuerte cuyos
cimientos no reposen en la tierra.
4.- Tengo también métodos para hacer bombardas muy
cómodas y fáciles de transportar, que lanzan piedras diminutas casi a semejanza
de una tempestad, causando gran terror al enemigo por su humo y gran daño y
confusión.
5.- Ítem, tengo también el medio, a través de
subterráneos y pasos secretos y tortuosos, excavados sin ruido, de llegar al
lugar determinado, aunque para ello se hubiera de pasar por debajo de fosos o
de algún río.
6.- Ítem, haré carros cubiertos, seguros e
inatacables que penetrarán en las filas enemigas con su artillería, y no habrá
compañía de hombres armados, por grande que sea, que no puedan derribar; la
infantería podrá seguirlos impunemente y sin tropezar con obstáculos.
7. Ítem, en caso de necesidad haré bombardas,
morteros y hombres de paja con formas muy bellas y útiles, completamente
diferentes a las que se emplean comúnmente.
8.- Donde el empleo del cañón no sea posible,
fabricaré catapultas, maganeles, trabucos y otras máquinas de admirable
eficacia poco usadas en general. Resumiendo,
según los casos, fabricaré un número infinito de ingenios variados, tantos para
el ataque como para la defensa.
9.- Y si el combate fuera en el mar, tengo planes
para construir unos ingenios muy apropiados para el ataque o la defensa, unos
navíos que resisten al fuego de las más grandes bombardas, a la pólvora y al
humo.
10.- En tiempo de paz creo poder igualar a
cualquiera en arquitectura, en la construcción de edificios públicos y privados
y en la conducción del agua de un lugar a otro.
Ítem, puedo
ejecutar esculturas en mármol, bronce o terracota; lo mismo en pintura, mi obra
puede igualar a la de cualquiera.
Además,
emprenderé la ejecución del caballo de bronce que será gloria inmortal y
homenaje eterno a la feliz memoria de vuestro Señor padre y a la ilustre casa
de los Sforza.
Y si alguna
de las cosas arriba numerada pareciera imposible o impracticable, me ofrezco a
experimentarla en vuestro parque o en cualquier otro lugar que plazca a Vuestra
Excelencia, a quien me encomiendo con toda humildad.”
Leonardo
Da Vinci, carta de presentación a Ludovico el Moro, Milán
1482, Códice Atlántico. José Enrique Ruiz-Domenec Leonardo Da Vinci o el Mistero de la Belleza,
Ediciones Península, Barcelona 2005, páginas 87/89.
“Paul Gauguin contrajo matrimonio poco antes de los
treinta años, una edad muy adecuada. Muy
atinado estuvo también en la elección de esposa: Mette-Sophie Gad, una joven
dela alta burguesía de Copenhague. Por
aquella época, Gauguin, que había abandonado su carrera de marino mercante,
trabajaba como agente de bolsa y tenía excelentes ganancias. De su matrimonio con Mette nacieron cinco
hijos. Los buenos maridos escasean y
Gauguin era un marido más que pasable.
Pero de pronto, alrededor de los treinta y cinco años, lo vemos cambiar
radicalmente y abandonar trabajo, casa y familia. ¿Para qué?
¡Para pintar! En una novela muy
conocida de Somerset Maugham, ´La luna y
seis peniques´, nos refiere su autor que la esposa de Gauguin, cuando supo
el motivo de la decisión de su marido, se preguntaba atónita que por qué no le
habría hablado jamás de su pasión por la pintura.
Pero
independientemente de si la ignoraba o no, queda en pie la pregunta principal:
¿Por qué el arte es tan a menudo incompatible con la vida ordenada del común de
la gente? Si se le hubiera preguntado a
Gauguin, probablemente habría contestado: “¡Porque la vida ordenada del común de la
gente no es vida!”
El mundo en
que vivía –el mundo de una pequeña burguesía dominado por los convencionalismos
sociales- le parecía pobre y limitado. Y
su vocación artística necesitaba una libertad que no era conciliable con su rutinario
trabajo ni con las preocupaciones cotidianas.
Gauguin abandonó, pues, una existencia que no se había hecho para
él. Y a los treinta y cinco años comenzó
a vivir de verdad. (…)
…Se vio atraído irresistiblemente por las lejanas islas de los mares del Sur,
hacia las que partió en 1891. Primero en
Tahití y luego en las islas Marquesas, encontró esa porción del paraíso que un
hombre puede gozar ya en la tierra. En
la Polinesia, el pintor carecía de predecesores, estaba libre de la influencias
de escuelas y modelos y podía pintar con el fervor y la inocencia de los
artistas primitivos. Los habitantes de
las islas lo adoraban… los blancos, por el contrario, lo evitaban. Aquel francés extravagante, siempre sin
dinero, que andaba semidesnudo y azuzaba a los indígenas contra el gobierno
colonial, era un peligro público… Los
misioneros protestantes prohibieron a los indígenas que frecuentasen la cabaña
del pintor, considerada como un lugar de perdición. Pero Gauguin no podía renunciar a sus
modelos. Las mujeres eran su tema
preferido y no se cansaba de cantar en sus cuadros su exuberante belleza, la gracia
flexible de sus cuerpos, la fascinación de sus rostros, enigmáticos como
ídolos… Alguna de ellas, después de haber posado, siguió a su lado; como
Pahura, la muchacha más hermosa de Papeete, que le dio dos hijos.”
Femirama,
Editorial Codex SA Buenos Aires 1963, Tomo II,
páginas 28/29.
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