Por
qué dedicarse al arte. Casos prácticos.
“Me sentía propicio y
ávido ante el mundo teatral. La escuela
me producía un aburrimiento indescriptible y lo único que me interesaba era la
maestra, una muchacha irlandesa alta, bien formada, de ojos azules, llamada
Séneca, que recitaba Evangeline con
voz profunda y dramática. Nunca volví a
oír nada semejante hasta que escuché a Barrymore recitar el soliloquio de Hamlet.
Su vibrante voz de contralto junto a sus otros encantos, me emocionaba…
hasta que un día descubrí que le gustaban las mujeres, y eso fue el fin de
Longfellow y de la señorita Séneca.
El resto de
mis estudios parecían completamente inútiles.
El álgebra y la geometría eran cosas endiabladas, creadas para amargar
la vida de los muchachos estúpidos.
Un día,
hojeando el diario, la suerte se cruzó en mi camino. Leí un anuncio en el World de la mañana: Se
necesita muchacho cantante para protagonizar número de variedades. Comida, alojamiento y cuatro dólares a la
semana.
(…) Por entonces yo tenía quince años (…) Me sentía algo nervioso acerca de cómo
sentaría en casa el anuncio de mi marcha. (…) No sólo no hubo pesar ni
recriminaciones, sino que mis palabras parecieron galvanizarlos hasta un estado
de alegría que no había de volver a presenciar hasta algunos años más tarde, el
día del Armisticio. (…)
Mi
equipaje consistía en una maleta de cartón y en una caja de zapatos llena de
pan moreno, plátanos y huevos duros.
(…) En cuanto a Chico y Harpo,
eran mayores que yo y estaban demasiado ocupados para notar algo tan trivial
como mi marcha. Harpo había dejado la
escuela inmediatamente después de graduarse en la clase de párvulos, y ahora
ganaba tres pavos a la semana vendiendo carne y hortalizas a las familias más
ricas de la vecindad. Chico, el único
hermano Marx que terminó los estudios en la escuela primaria, hacía buen uso de
su educación. Ahora estaba empleado como
mozo en una lujosa sala de billares de la calle Noventa y Nueve, en uno de los
sectores más pobres de Harlem.
En todo
caso, yo era parte del mundo del espectáculo, aunque sólo fuera por dos
semanas. (…) Era actor. Mi sueño se había convertido en realidad.”
Groucho
Marx,
Groucho
y yo Tusquets Editores, Barcelona 1995, Página 55/58
“El sueño de mis padres era el típico sueño de una
familia pequeñoburguesa que ha sido bendecida con dos hijos varones: uno sería
médico y el otro abogado. O por lo menos
uno dentista y el otro asesor fiscal.
Esto, en nuestro caso, no se hizo realidad, en absoluto. Mi hermano se convirtió en fabricante de
bolsos en Nueva York. Yo… en los noticieros estadounidenses había visto a
hombres jóvenes. Llevaban un Burberry,
en la cinta de su sombrero había metida una tarjeta en la que podía leerse
´Prensa´ y se dedicaban a hacer entrevistas a una brillante estrella o a un
Rockefeller en un lujoso barco de vapor. ¡Periodista! ¡Eso quería ser!
La idea era
fantástica. Yo era impertinente,
extraordinariamente fogoso, tenía talento para exagerar y estaba convencido de
que en breve aprendería a plantear sin tapujos las más desvergonzadas
preguntas. Pero el problema era
otro. La tasa de paro en Austria era
elevadísima y yo no disponía de ninguna clase de relaciones en el mundo del
periodismo, ni tenía un sombrero donde poder poner mi tarjeta de prensa. Fui de redacción en redacción sin conseguir
otra cosa que ser ignorado. (…)
Era la
época en que había un enorme paro y naturalmente todo el mundo aceptaba
cualquier trabajo que se le ofreciera.
Puesto que pronto empecé a colaborar también, como ´negro´, en la
elaboración de guiones, conocí a gente del mundo del cine. A menudo, los periodistas y la gente del cine
frecuentaban los mismos locales. (…)
Me encanta
contar historias cuando consigo que en una mesa grande todos suelten los
tenedores para escucharme. Me imaginaba
el público del cine de una manera parecida.
También los espectadores debían olvidarlo todo escuchando y mirando:
soltar los tenedores. Quizá sea ese el
único motivo por el que muchas de mis películas empiezan con una historia que
llama la atención.”
Billy
Wilder con Hellmuth Karasek, Nadie es perfecto Ediciones
Grijalbo SA, Barcelona 1994, página 37/55.
“El piso donde vivía y trabajaba (Arthur Conan)
Doyle ocupaba la segunda planta de un edificio viejo en un barrio obrero de
Londres. Era un alojamiento humilde, una
sala de estar y un dormitorio pequeño, ocupado por un hombre modesto de
recursos limitados y una firme confianza en sí mismo. Por naturaleza, y ahora por oficio, un
sanador, licenciado en cirugía desde hacía tres años, un joven a punto de
cumplir los veintiséis y próximo a ingresar en aquella fraternidad tácita donde
los miembros continúan discretamente su labor, a pesar de ser conscientes de su
propia mortalidad.
Su fe como
médico en la infalibilidad de la ciencia estaba arraigada pero era frágil, y se
hallaba entremezclada con gran cantidad de defectos. A pesar de haberse apartado de la Iglesia
católica una década antes, aún persistía en Doyle el deseo de creer; en su
opinión, ahora era competencia exclusiva de la ciencia el establecer
empíricamente la existencia del alma.
Confiaba plenamente en que la ciencia acabaría por guiarle a la más
altas cotas del descubrimiento espiritual, y sin embargo, coexistiendo con esta
férrea certeza había un deseo incontrolado por el abandono, por arrancar el
velo de la molicie que enmascaraba la realidad y así incitar una unión con lo
místico, una muerte en vida para conseguir una vida superior. Este anhelo rondaba su mente como un
espectro, y jamás se lo había mencionado a nadie. (…)
A medida
que profundizaba en los estudios, la lucha interior entre el espíritu y la
ciencia, estas dos polaridades irreconciliables, se hacía más clamorosa y
enconada… (…) el vivir con esos impulsos contradictorios –el deseo de tener fe
y la necesidad de demostrar que era genuina antes de abrazarla- dejaba a Doyle
con la comprensible necesidad humana de compensar estas contradicciones no
resueltas. Encontró el medio ideal en la
escritura de obras de ficción, transformando las experiencias informes de este
nebuloso mundo inmaterial en frases claras y precisas: relatos de planes
místicos, fechorías y crímenes cometidos por siniestros malhechores y
descubrimientos por hombres amigos de la luz y el conocimiento que –como él- se
aventuraban sin parar mientes en las tinieblas.”
Mark
Frost La lista de los siete Ediciones B S.A. Barcelona 2006, páginas 18/20.
“19 de Septiembre de 1894, 11 de la noche.
Vaya condenada molestia ha resultado ser toda esta
charlatanería de Holmes. Que semejante
nulidad de hombre, una máquina calculadora ambulante y parlante que no
demuestra más humanidad que un caballito de madera, haya podido inspirar tanta
pasión en el seno del público lector es para mí un misterio mayor que
cualquiera de los que he tramado para que él los resuelva.
(…) ¡Qué
ingenuidad la mía!, suponer que darle el empujón al viejo Holmes y desde las
cataratas de Reichenbach acabaría con el revuelo de una vez por todas y me
permitiría dedicarme a mi trabajo formal.
Ya ha pasado casi un año desde que ese Sherlock de pega dio el salto, y
el público aún sigue indignado por su fallecimiento.
(…) No habrá
Resurrección. El hombre cayó a plomo
dentro de una grieta desde una altura de más de seiscientos metros. Aplastado sin posibilidad de reparación, no
existe ninguna esperanza de recobrarlo.
Está más muerto que Julio César.
Se debe guardar un respeto a los dioses de la lógica.
Me gustaría
saber cuándo lograré hacerles comprender no sólo que está muerto, sino que es
un personaje de ficción: no puede contestar a sus cartas, en realidad no reside
en el 221B de Baker Street y, a fin de cuentas, no puede prestarles la menor
ayuda en la resolución de ese persistente misterio que los obsesiona.”
Mark
Frost El sexto mesías Ediciones B S.A. Barcelona 2006, páginas 17/18.
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