miércoles, 29 de octubre de 2014


Por qué dedicarse al arte.  Casos prácticos.
     “Me sentía propicio y ávido ante el mundo teatral.  La escuela me producía un aburrimiento indescriptible y lo único que me interesaba era la maestra, una muchacha irlandesa alta, bien formada, de ojos azules, llamada Séneca, que recitaba Evangeline con voz profunda y dramática.  Nunca volví a oír nada semejante hasta que escuché a Barrymore recitar el soliloquio de Hamlet.  Su vibrante voz de contralto junto a sus otros encantos, me emocionaba… hasta que un día descubrí que le gustaban las mujeres, y eso fue el fin de Longfellow y de la señorita Séneca.

   El resto de mis estudios parecían completamente inútiles.  El álgebra y la geometría eran cosas endiabladas, creadas para amargar la vida de los muchachos estúpidos.

   Un día, hojeando el diario, la suerte se cruzó en mi camino.  Leí un anuncio en el World de la mañana: Se necesita muchacho cantante para protagonizar número de variedades.  Comida, alojamiento y cuatro dólares a la semana.

(…) Por entonces yo tenía quince años (…)  Me sentía algo nervioso acerca de cómo sentaría en casa el anuncio de mi marcha. (…) No sólo no hubo pesar ni recriminaciones, sino que mis palabras parecieron galvanizarlos hasta un estado de alegría que no había de volver a presenciar hasta algunos años más tarde, el día del Armisticio. (…)

     Mi equipaje consistía en una maleta de cartón y en una caja de zapatos llena de pan moreno, plátanos y huevos duros.  (…)  En cuanto a Chico y Harpo, eran mayores que yo y estaban demasiado ocupados para notar algo tan trivial como mi marcha.  Harpo había dejado la escuela inmediatamente después de graduarse en la clase de párvulos, y ahora ganaba tres pavos a la semana vendiendo carne y hortalizas a las familias más ricas de la vecindad.  Chico, el único hermano Marx que terminó los estudios en la escuela primaria, hacía buen uso de su educación.  Ahora estaba empleado como mozo en una lujosa sala de billares de la calle Noventa y Nueve, en uno de los sectores más pobres de Harlem.

   En todo caso, yo era parte del mundo del espectáculo, aunque sólo fuera por dos semanas. (…)  Era actor.  Mi sueño se había convertido en realidad.”

Groucho Marx, Groucho y yo Tusquets Editores, Barcelona 1995, Página 55/58
 
     “El sueño de mis padres era el típico sueño de una familia pequeñoburguesa que ha sido bendecida con dos hijos varones: uno sería médico y el otro abogado.  O por lo menos uno dentista y el otro asesor fiscal.  Esto, en nuestro caso, no se hizo realidad, en absoluto.  Mi hermano se convirtió en fabricante de bolsos en Nueva York. Yo… en los noticieros estadounidenses había visto a hombres jóvenes.  Llevaban un Burberry, en la cinta de su sombrero había metida una tarjeta en la que podía leerse ´Prensa´ y se dedicaban a hacer entrevistas a una brillante estrella o a un Rockefeller en un lujoso barco de vapor. ¡Periodista!  ¡Eso quería ser!
   La idea era fantástica.  Yo era impertinente, extraordinariamente fogoso, tenía talento para exagerar y estaba convencido de que en breve aprendería a plantear sin tapujos las más desvergonzadas preguntas.  Pero el problema era otro.  La tasa de paro en Austria era elevadísima y yo no disponía de ninguna clase de relaciones en el mundo del periodismo, ni tenía un sombrero donde poder poner mi tarjeta de prensa. Fui de redacción en redacción sin conseguir otra cosa que ser ignorado. (…)

   Era la época en que había un enorme paro y naturalmente todo el mundo aceptaba cualquier trabajo que se le ofreciera.  Puesto que pronto empecé a colaborar también, como ´negro´, en la elaboración de guiones, conocí a gente del mundo del cine.  A menudo, los periodistas y la gente del cine frecuentaban los mismos locales. (…)

   Me encanta contar historias cuando consigo que en una mesa grande todos suelten los tenedores para escucharme.  Me imaginaba el público del cine de una manera parecida.  También los espectadores debían olvidarlo todo escuchando y mirando: soltar los tenedores.  Quizá sea ese el único motivo por el que muchas de mis películas empiezan con una historia que llama la atención.”

Billy Wilder con Hellmuth Karasek,  Nadie es perfecto Ediciones Grijalbo SA, Barcelona 1994, página 37/55.
 
     “El piso donde vivía y trabajaba (Arthur Conan) Doyle ocupaba la segunda planta de un edificio viejo en un barrio obrero de Londres.  Era un alojamiento humilde, una sala de estar y un dormitorio pequeño, ocupado por un hombre modesto de recursos limitados y una firme confianza en sí mismo.  Por naturaleza, y ahora por oficio, un sanador, licenciado en cirugía desde hacía tres años, un joven a punto de cumplir los veintiséis y próximo a ingresar en aquella fraternidad tácita donde los miembros continúan discretamente su labor, a pesar de ser conscientes de su propia mortalidad.
  Su fe como médico en la infalibilidad de la ciencia estaba arraigada pero era frágil, y se hallaba entremezclada con gran cantidad de defectos.  A pesar de haberse apartado de la Iglesia católica una década antes, aún persistía en Doyle el deseo de creer; en su opinión, ahora era competencia exclusiva de la ciencia el establecer empíricamente la existencia del alma.  Confiaba plenamente en que la ciencia acabaría por guiarle a la más altas cotas del descubrimiento espiritual, y sin embargo, coexistiendo con esta férrea certeza había un deseo incontrolado por el abandono, por arrancar el velo de la molicie que enmascaraba la realidad y así incitar una unión con lo místico, una muerte en vida para conseguir una vida superior.  Este anhelo rondaba su mente como un espectro, y jamás se lo había mencionado a nadie. (…)

   A medida que profundizaba en los estudios, la lucha interior entre el espíritu y la ciencia, estas dos polaridades irreconciliables, se hacía más clamorosa y enconada… (…) el vivir con esos impulsos contradictorios –el deseo de tener fe y la necesidad de demostrar que era genuina antes de abrazarla- dejaba a Doyle con la comprensible necesidad humana de compensar estas contradicciones no resueltas.  Encontró el medio ideal en la escritura de obras de ficción, transformando las experiencias informes de este nebuloso mundo inmaterial en frases claras y precisas: relatos de planes místicos, fechorías y crímenes cometidos por siniestros malhechores y descubrimientos por hombres amigos de la luz y el conocimiento que –como él- se aventuraban sin parar mientes en las tinieblas.”

Mark Frost La lista de los siete  Ediciones B S.A. Barcelona 2006, páginas 18/20.
 
     “19 de Septiembre de 1894, 11 de la noche.

Vaya condenada molestia ha resultado ser toda esta charlatanería de Holmes.  Que semejante nulidad de hombre, una máquina calculadora ambulante y parlante que no demuestra más humanidad que un caballito de madera, haya podido inspirar tanta pasión en el seno del público lector es para mí un misterio mayor que cualquiera de los que he tramado para que él los resuelva.

(…)  ¡Qué ingenuidad la mía!, suponer que darle el empujón al viejo Holmes y desde las cataratas de Reichenbach acabaría con el revuelo de una vez por todas y me permitiría dedicarme a mi trabajo formal.  Ya ha pasado casi un año desde que ese Sherlock de pega dio el salto, y el público aún sigue indignado por su fallecimiento.

(…)  No habrá Resurrección.  El hombre cayó a plomo dentro de una grieta desde una altura de más de seiscientos metros.  Aplastado sin posibilidad de reparación, no existe ninguna esperanza de recobrarlo.  Está más muerto que Julio César.  Se debe guardar un respeto a los dioses de la lógica.

   Me gustaría saber cuándo lograré hacerles comprender no sólo que está muerto, sino que es un personaje de ficción: no puede contestar a sus cartas, en realidad no reside en el 221B de Baker Street y, a fin de cuentas, no puede prestarles la menor ayuda en la resolución de ese persistente misterio que los obsesiona.”

Mark Frost El sexto mesías  Ediciones B S.A. Barcelona 2006, páginas 17/18.

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