miércoles, 22 de octubre de 2014


   En estricta justicia poética, como uno de los dos grandes matutinos de Buenos Aires (La Nación) me tuvo de mal humor desde el domingo, una nota de ayer del otro matutino (Clarín) me dio la excusa para una breve estadía en el paraíso.

   En la sección Sociedad se cubrió la  próxima entrega del Premio Príncipe de Asturias de las Letras, publicando una entrevista al escritor irlandés John Banville y a su otro yo Benjamin Black, creador del patólogo criminal Quirke en su serie de policiales ambientados en la década del 50, policiales que me desespera confesar que no he leído aun ni visto en su versión televisiva de la BBC (cuestiones ambas que desde hace unas horas son mi más apremiante obsesión).

  En la entrevista publicada por Clarin, Banville dice:

“Una de las grandes virtudes del género negro es que funciona por clichés y en torno  a una serie de convenciones.  Todo se ha dicho antes, y tú has de encontrar la manera de hallar algo fresco que contar sobre una base manida hasta la extenuación.  Aunque tolera muy mal el sentido del humor y obligan a componer personajes borrachos y solitarios, las novelas negras son muy divertidas de escribir.

¿Qué le aporta Dublín?
Me resultaría imposible escribir en otra ciudad.  Quizás por su luz.  Cielos tapados durante nueve meses al año: ¿pueden darse condiciones más adecuadas para escribir?  Mi concepto de la felicidad es estar aquí, encerrado en mi estudio, escribiendo mientras la lluvia golpea en los cristales.  No habría manera de que trabajara en el sur de Europa, me pasaría el día en los cafés observando a la gente y bebiendo.

¿Qué tipo de espécimen es un escritor?
Somos criaturas infinitamente tediosas.  Sólo sabemos hablar de dinero –del porcentaje que se llevan nuestros agentes, por ejemplo-, de lo mal que nos tratan nuestros editores y de cuánto odiamos a nuestros rivales.  La gente se imagina que al reunirnos, nos sumergimos en profundas conversaciones intelectuales, pero somos tirando a patéticos y mezquinos.  Como dice mi mujer, ´a los escritores se los debería leer, pero jamás conocer´.  ¿Qué puedes esperar de unos tipos que se pasan día tras día frente a su escritorio juntando palabras?  Casi no somos humanos, estamos más cerca de los caníbales, pues aprovecharíamos cualquier cosa que nos contara un amigo, somos seres capaces de vender a los hijos por una buena frase, que no se cansan nunca de espiar los secretos ajenos  Mala gente.  Manténgase alejados de nosotros.” 

Antonio Lozano, La Vanguardia Los escritores somos seres infinitamente tediosos y mezquinos”,  Clarín Martes 21 de Octubre de 2014, Sociedad, páginas 36-37.-



    Fue inevitable una revisión mental (que luego derivó en un buen y delicioso rato en mi biblioteca con el pretexto de seleccionar unos fragmentos para transcribir acá) sobre algunos héroes de mis autores de novela negra favoritos que adhirieran al canon de Banville de obligan a componer personajes borrachos y solitarios.

    El primero que me vino a la cabeza fue –casi una obviedad- el Inspector Morse.

    “¡Tome asiento, Inspector!  ¿Puedo ofrecerle algo de beber?
Sheila Williams, bastante sobria y totalmente respetable, bebía una taza de café negro.
-¿Cómo, café?
Sheila se encogió de hombros.
-Lo que usted prefiera.  Tengo muchas cosas, si sabe a qué me refiero.
-Yo bebo demasiado, por así decir.
-Yo también.
-Vea, sé que ya es tarde…
-Nunca me cuesto antes de la una… ¡al menos no sola!- se rió cruelmente de sí misma.
-Usted ha tenido un día muy largo.
-Un largo día de alcohol, sí.- Tomó unos sorbos del café caliente.- En uno de los cuentos de Kipling hay algo sobre un hombre que dice que tiene el alma podrida porque ya no puede beber más  ¿Lo conoce?
Morse asintió.
-Por amor a las mujeres.
-¡Sí!  Uno de los mejores cuentos del siglo veinte.
-Encontrará que es del diecinueve, me parece.
-¡Ay, Dios Santo! ¡Un policía literato!-  Bajó la mirada, con aire desdichado, hasta la mesa; luego volvió a levantarla mientras Morse explicaba:
-Era Mulvaney, ¿no es así?  “Cuándo el alcohol no hce efecto el alma de un hombre está podrida dentro de él.”  Formó parte de mi bagaje mental por muchos años.
-¡Jesús!- susurró Sheila. (…)  Acabó de tomar el café y miró, primero con furia, luego con tristeza a su alrededor.
-¿Un gin tonic?- insinuó Morse.
-¿Y  por qué no?
Mientras Morse le servía un trago (y el suyo), la oyó hablar con una voz soñolienta, cambiada, como si la noticia la hubiese dejado pasmada.
-¿Sabe?, yo estuve casada, Morse.  Así fue como conseguí casi todo esto (hizo un gesto señalando la habitación).
-Es linda… la habitación- dijo Morse, consciente de que el estropeado exterior de la propiedad desmentía su agradable interior, y por unos segundos se preguntó si un comentario parecido no podría, quizás, aplicarse a la propia señora Williams…
-Ah, sí.  Tenía un buen gusto impresionante.  Por eso me dejó por otra mujer, una que no bebía y no hacía cosas vergonzosas, o se ponía de mal humor, o estúpida, o apasionada.”

Collin Dexter, La joya que fue nuestra  Letemendía Casa Editora Buenos Aires 2006, pág. 108/110.


   Y ahí nomás,  mi recientemente descubierto Comisario Van In:

  “A la mañana siguiente Van In llamó a la oficina para avisar que estaba enfermo.  Tenía la lengua hinchada, los párpados le pesaban como si tuviera una carretada de cemento encima, le dolía al tragar y por la garganta le subía y bajaba una bola de carne cruda.  Ni siquiera una ducha de más de cuarto de hora pudo atenuar el dolor que sentía en los huesos.  Las articulaciones le crujían como bisagras secas y le costaba respirar, como si hubiera dormido toda la noche con un bloque de plomo en el pecho.
   Van In hundió el dedo en el lugar más sensible, justo debajo del esternón.  Casi se vuelve loco de dolor.
   El espejo le devolvió la imagen de un espantajo decrépito.  Todavía veía borroso, lo que afortunadamente le impidió ver las masas de grasa que le hinchaban la piel.
   La primera taza de café le supo a gasóleo diluido y el obligado cigarrillo que se fumaba siembre con el brebaje le produjo un acceso de tos seca.
-Este día ya no puede empeorar- dijo carraspeando.
(…)  Van In estaba harto, de la rutina y de sus giros kafkianos.  ¿Y si lo dejaba todo?  Era tentador…  Y todavía sería mejor si se iba después de cometer una verdadera metedura de pata.
   Los hombres, cuando llegan a la edad madura, se vuelven filósofos, reflexionó.  (…)  Se sentía viejo y agotado.  Su vida era un caos.  La investigación que había llevado a cabo hacía siete meses, y que le había valido las felicitaciones de sus superiores, le parecía ahora completamente banal.  Su único consuelo era que ellos todavía eran más estúpidos que él y encima ni siquiera eran consciente de ello.”

Pieter Aspe, Las culpas de Midas  Ediciones B S.A. Barcelona 2010, pág. 51 – 94.


    Más hedonista que bebedor pero definitivamente antisociable, Pepe Carvalho:

  “Marta untó un papel de barba con aceite y fue envolviendo chorizos para meterlos luego en el horno.  Sacó de la nevera una fuente en la que una tortilla de patatas se empapaba en un escabeche sólido.
-Si quiere algo más tengo un tarro de lomo en adobo.
 Carvalho se sentó a la mesa de la cocina.  Se sirvió de la botella de vino que la mujer había abierto.  Olió el vino, lo chasqueó contra el paladar y no pudo reprimir un ¡coño! que hizo sonreír a Marta Miguel, que estaba convirtiendo en puré la comida de su madre.
-Yo no entiendo, pero parece bueno.
-Es un Palacio de Arganza, gran reserva.  Algún día se hará justicia a los vinos de El Bierzo y el que se la haga empezará a estropearlos.
-Yo no vivo para comer.  Como para vivir.
-Me lo imaginaba.- (…)  Carvalho estudio la etiqueta de aquel vino palaciego gran reserva, se acabó la botella, empezó otra, (…)  Marta sacó los chorizos.  El papel estaba casi quemado y de sus adentros salieron hasta seis chorizos perfectos, céreos, entusiasmados con su propio calor, con su pujanza roja.  Carvalho se sirvió tortilla y cuchareó escabeche sobre el adoquín de patata, huevo y cebolla.
-Este escabeche había estado con pescado.
-Con caballa.  El de caballa lo aprovecho.  El de sardina no, porque queda demasiado fuerte.
 Carvalho se entregó a tan ibérica cena secundado a poquitos por la mujer en dura pugna entre sus ojos hambrientos y el sentido de la báscula. (…)
 Carvalho terminó el chorizo y fue a por otro, con los mismos dedos, con los mismos ojos posesivos, con el mismo olfato dispuesto a regalarse con el aroma de aquella momia de cerdo y pimentón, probablemente extremeño.
-Decía que tenía ganas de hablar con usted.
-Ya la he oído.
-Estoy pasando muy malos momentos.  Lo de Celia me ha afectado mucho.  Aunque parezca una mujer fuerte, no lo soy. (…) ¿Usted qué piensa?
-¿De qué?
-De todo esto, de lo de Celia.
 Carvalho buscó un rincón del universo y estaba allí, en una esquina de la cocina, junto a una cacerola, exactamente entre la cacerola y una panera de metal pintada de blanco, y allí metió la mirada, la conciencia, como si tuviera miedo de sacarla y enfrentarla a Marta Miguel.  No quería sacar los ojos de aquel pozo.  No quería oírla.  No quería provocar sus confidencias. (…)
-¿Le queda más vino?”

Manuel Vázquez Montalbán, Los pájaros de Bangkok Editorial Planeta S.A. Barcelona 1987 pág. 117-119.-


    El bebedor social, el Comisario Maigret:

  “En la Brasserie Dauphine dos inspectores de la casa tomaban un trago, ignorando los dos hombres que bebían champaña y que parecían radiantes.  Unos días después conocerían a uno de ellos, porque Maigret sería uno de ellos.  Entraría allí como en su casa, y el camarero le llamaría por su nombre y sabría lo que tomaba.
  Cuando volvió a su casa aquella noche estaba borracho. (…)  Hizo ruido en la escalera.  Al encontrarse frente a la puerta abierta dijo con gravedad:
-Saluda al nuevo inspector de la brigada del jefe.
-¿Y tu sombrero?
 Al pasarse la mano por la cabeza comprobó que debía de haberse olvidado el sobrero en alguna parte.  (…) Su mujer le trajo sus zapatillas y preparó café bien cargado.”

George Simenon, Maigret y los Aristócratas Ediciones Orbis S.A. Buenos Aires 1984.-


   Y el bebedor de mate en un jarrito celeste, el detective aficionado y recluso, don  Isidro Parodi:

   “Hace catorce años, el carnicero Agustín R. Bonorino, que había asistido al corso de Belgrano disfrazado de cocoliche, recibió un mortal botellazo en la sien.  Nadie ignoraba que la botella de Bilz que lo derribó había sido esgrimida por uno de los muchachos de la barra de Pata Santa.  Pero como Pata Santa era un precioso elemento electoral, la policía resolvió que el culpable era Isidro Parodi, de quién algunos afirmaban que era ácrata, queriendo decir que era espiritista.  En realidad, Isidro Parodi no era ninguna de las dos cosas: era dueño de una barbería en el barrio Sur y había cometido la imprudencia de alquilar una pieza a un escribiente de la comisaría 8, que ya le debía un año.  Esa conjunción de circunstancias adversas selló la suerte de Parodi; las declaraciones de los testigos (que pertenecían a la barra de Pata Santa) fueron unánimes: el juez lo condenó a veintiún años de reclusión.  La vida sedentaria había influido en el homicida de 1919: hoy era un hombre cuarentón, sentencioso, obeso, con la cabeza afeitada y ojos singularmente sabios.  Esos ojos, ahora, miraban al joven Molinari.
-¿Qué se le ofrece, amigo?
 Su voz no era excesivamente cordial, pero Molinari sabía que las visitas no le desagradaban.  Además, la posible reacción de Parodi le importaba menos que la necesidad de encontrar un confidente y un consejero.  Lento y eficaz, el viejo Parodi cebaba un mate en un jarrito celeste.  Se lo ofreció a Molinari.  Éste, aunque muy impaciente por explicar la aventura irrevocable que había trastornado su vida, sabía que era inútil querer apresurar a Isidro Parodi…”

Jorge Luis Borges – Adolfo Bioy Casares  Seis problemas para don Isidro Parodi Emecé Editores S.A. Buenos Aires 1995, pág. 17/18.-


   Maravilloso recreo...   La realidad puede pasarnos por encima, pero mientras nos quede un libro donde refugiarnos en el calor del más puro y auténtico placer intelectual podremos restañar nuestras heridas y seguir adelante. 

   Afortunadamente, tenemos la  literatura para reivindicarnos con la vida. 




No hay comentarios:

Publicar un comentario