En estricta
justicia poética, como uno de los dos grandes matutinos de Buenos Aires (La Nación)
me tuvo de mal humor desde el domingo, una nota de ayer del otro matutino (Clarín) me dio la excusa para una breve
estadía en el paraíso.
En la
sección Sociedad se cubrió la próxima entrega del Premio Príncipe de Asturias de
las Letras, publicando una entrevista al escritor irlandés John Banville y a su otro yo Benjamin Black, creador del patólogo
criminal Quirke en su serie de
policiales ambientados en la década del 50, policiales que me desespera
confesar que no he leído aun ni visto en su versión televisiva de la BBC (cuestiones ambas que desde hace
unas horas son mi más apremiante obsesión).
En la entrevista publicada
por Clarin, Banville dice:
“Una
de las grandes virtudes del género negro es que funciona por clichés y en
torno a una serie de convenciones. Todo se ha dicho antes, y tú has de encontrar
la manera de hallar algo fresco que contar sobre una base manida hasta la
extenuación. Aunque tolera muy mal el
sentido del humor y obligan a componer personajes borrachos y solitarios, las
novelas negras son muy divertidas de escribir.
¿Qué
le aporta Dublín?
Me
resultaría imposible escribir en otra ciudad.
Quizás por su luz. Cielos tapados
durante nueve meses al año: ¿pueden darse condiciones más adecuadas para
escribir? Mi concepto de la felicidad es
estar aquí, encerrado en mi estudio, escribiendo mientras la lluvia golpea en
los cristales. No habría manera de que
trabajara en el sur de Europa, me pasaría el día en los cafés observando a la
gente y bebiendo.
¿Qué
tipo de espécimen es un escritor?
Somos
criaturas infinitamente tediosas. Sólo
sabemos hablar de dinero –del porcentaje que se llevan nuestros agentes, por
ejemplo-, de lo mal que nos tratan nuestros editores y de cuánto odiamos a
nuestros rivales. La gente se imagina
que al reunirnos, nos sumergimos en profundas conversaciones intelectuales,
pero somos tirando a patéticos y mezquinos.
Como dice mi mujer, ´a los
escritores se los debería leer, pero jamás conocer´. ¿Qué puedes esperar de unos tipos que se
pasan día tras día frente a su escritorio juntando palabras? Casi no somos humanos, estamos más cerca de
los caníbales, pues aprovecharíamos cualquier cosa que nos contara un amigo,
somos seres capaces de vender a los hijos por una buena frase, que no se cansan
nunca de espiar los secretos ajenos Mala
gente. Manténgase alejados de
nosotros.”
Antonio Lozano, La Vanguardia
“Los escritores somos seres
infinitamente tediosos y mezquinos”,
Clarín Martes 21 de Octubre de 2014, Sociedad, páginas 36-37.-
Fue
inevitable una revisión mental (que luego
derivó en un buen y delicioso rato en mi biblioteca con el pretexto de
seleccionar unos fragmentos para transcribir acá) sobre algunos héroes de
mis autores de novela negra favoritos que adhirieran al canon de Banville de “obligan a componer
personajes borrachos y solitarios”.
El primero que me vino a la cabeza fue –casi una obviedad- el Inspector Morse.
“¡Tome
asiento, Inspector! ¿Puedo ofrecerle
algo de beber?
Sheila
Williams, bastante sobria y totalmente respetable, bebía una taza de café
negro.
-¿Cómo,
café?
Sheila
se encogió de hombros.
-Lo
que usted prefiera. Tengo muchas cosas,
si sabe a qué me refiero.
-Yo
bebo demasiado, por así decir.
-Yo
también.
-Vea,
sé que ya es tarde…
-Nunca
me cuesto antes de la una… ¡al menos no sola!- se rió cruelmente de sí misma.
-Usted
ha tenido un día muy largo.
-Un
largo día de alcohol, sí.- Tomó unos sorbos del café caliente.- En uno de los
cuentos de Kipling hay algo sobre un hombre que dice que tiene el alma podrida
porque ya no puede beber más ¿Lo conoce?
Morse
asintió.
-Por amor a las mujeres.
-¡Sí! Uno de los mejores cuentos del siglo veinte.
-Encontrará
que es del diecinueve, me parece.
-¡Ay,
Dios Santo! ¡Un policía literato!- Bajó
la mirada, con aire desdichado, hasta la mesa; luego volvió a levantarla
mientras Morse explicaba:
-Era
Mulvaney, ¿no es así? “Cuándo el alcohol
no hce efecto el alma de un hombre está podrida dentro de él.” Formó parte de mi bagaje mental por muchos
años.
-¡Jesús!-
susurró Sheila. (…) Acabó de tomar el
café y miró, primero con furia, luego con tristeza a su alrededor.
-¿Un gin tonic?- insinuó
Morse.
-¿Y
por qué no?
Mientras
Morse le servía un trago (y el suyo), la oyó hablar con una voz soñolienta,
cambiada, como si la noticia la hubiese dejado pasmada.
-¿Sabe?,
yo estuve casada, Morse. Así fue como
conseguí casi todo esto (hizo un gesto señalando la habitación).
-Es
linda… la habitación- dijo Morse, consciente de que el estropeado exterior de
la propiedad desmentía su agradable interior, y por unos segundos se preguntó
si un comentario parecido no podría, quizás, aplicarse a la propia señora
Williams…
-Ah,
sí. Tenía un buen gusto impresionante. Por eso me dejó por otra mujer, una que no
bebía y no hacía cosas vergonzosas, o se ponía de mal humor, o estúpida, o
apasionada.”
Collin
Dexter, La joya que fue nuestra Letemendía Casa Editora
Buenos Aires 2006, pág. 108/110.
Y ahí nomás, mi recientemente descubierto Comisario Van In:
“A
la mañana siguiente Van In llamó a la oficina para avisar que estaba
enfermo. Tenía la lengua hinchada, los
párpados le pesaban como si tuviera una carretada de cemento encima, le dolía
al tragar y por la garganta le subía y bajaba una bola de carne cruda. Ni siquiera una ducha de más de cuarto de
hora pudo atenuar el dolor que sentía en los huesos. Las articulaciones le crujían como bisagras
secas y le costaba respirar, como si hubiera dormido toda la noche con un
bloque de plomo en el pecho.
Van In hundió el dedo en el lugar más sensible,
justo debajo del esternón. Casi se
vuelve loco de dolor.
El espejo le devolvió la imagen de un
espantajo decrépito. Todavía veía
borroso, lo que afortunadamente le impidió ver las masas de grasa que le
hinchaban la piel.
La primera taza de café le supo a gasóleo
diluido y el obligado cigarrillo que se fumaba siembre con el brebaje le
produjo un acceso de tos seca.
-Este
día ya no puede empeorar- dijo carraspeando.
(…) Van In estaba harto, de la rutina y de sus
giros kafkianos. ¿Y si lo dejaba
todo? Era tentador… Y todavía sería mejor si se iba después de
cometer una verdadera metedura de pata.
Los hombres, cuando llegan a la edad madura,
se vuelven filósofos, reflexionó. (…) Se sentía viejo y agotado. Su vida era un caos. La investigación que había llevado a cabo
hacía siete meses, y que le había valido las felicitaciones de sus superiores,
le parecía ahora completamente banal. Su
único consuelo era que ellos todavía eran más estúpidos que él y encima ni
siquiera eran consciente de ello.”
Pieter
Aspe, Las culpas de Midas Ediciones B S.A.
Barcelona 2010, pág. 51 – 94.
Más hedonista que bebedor pero definitivamente
antisociable, Pepe Carvalho:
“Marta
untó un papel de barba con aceite y fue envolviendo chorizos para meterlos luego
en el horno. Sacó de la nevera una
fuente en la que una tortilla de patatas se empapaba en un escabeche sólido.
-Si
quiere algo más tengo un tarro de lomo en adobo.
Carvalho se sentó a la mesa de la cocina. Se sirvió de la botella de vino que la mujer
había abierto. Olió el vino, lo chasqueó
contra el paladar y no pudo reprimir un ¡coño! que hizo sonreír a Marta Miguel,
que estaba convirtiendo en puré la comida de su madre.
-Yo
no entiendo, pero parece bueno.
-Es
un Palacio de Arganza, gran reserva.
Algún día se hará justicia a los vinos de El Bierzo y el que se la haga
empezará a estropearlos.
-Yo
no vivo para comer. Como para vivir.
-Me
lo imaginaba.- (…) Carvalho estudio la
etiqueta de aquel vino palaciego gran reserva, se acabó la botella, empezó
otra, (…) Marta sacó los chorizos. El papel estaba casi quemado y de sus
adentros salieron hasta seis chorizos perfectos, céreos, entusiasmados con su
propio calor, con su pujanza roja.
Carvalho se sirvió tortilla y cuchareó escabeche sobre el adoquín de
patata, huevo y cebolla.
-Este
escabeche había estado con pescado.
-Con
caballa. El de caballa lo aprovecho. El de sardina no, porque queda demasiado
fuerte.
Carvalho se entregó a tan ibérica cena
secundado a poquitos por la mujer en dura pugna entre sus ojos hambrientos y el
sentido de la báscula. (…)
Carvalho terminó el chorizo y fue a por otro,
con los mismos dedos, con los mismos ojos posesivos, con el mismo olfato
dispuesto a regalarse con el aroma de aquella momia de cerdo y pimentón,
probablemente extremeño.
-Decía
que tenía ganas de hablar con usted.
-Ya
la he oído.
-Estoy
pasando muy malos momentos. Lo de Celia
me ha afectado mucho. Aunque parezca una
mujer fuerte, no lo soy. (…) ¿Usted qué piensa?
-¿De
qué?
-De
todo esto, de lo de Celia.
Carvalho buscó un rincón del universo y estaba
allí, en una esquina de la cocina, junto a una cacerola, exactamente entre la
cacerola y una panera de metal pintada de blanco, y allí metió la mirada, la
conciencia, como si tuviera miedo de sacarla y enfrentarla a Marta Miguel. No quería sacar los ojos de aquel pozo. No quería oírla. No quería provocar sus confidencias. (…)
-¿Le
queda más vino?”
Manuel
Vázquez Montalbán, Los pájaros de Bangkok
Editorial
Planeta S.A. Barcelona 1987 pág. 117-119.-
El bebedor social, el Comisario Maigret:
“En
la Brasserie Dauphine dos inspectores de la casa tomaban un trago, ignorando
los dos hombres que bebían champaña y que parecían radiantes. Unos días después conocerían a uno de ellos, porque
Maigret sería uno de ellos. Entraría
allí como en su casa, y el camarero le llamaría por su nombre y sabría lo que
tomaba.
Cuando volvió a su casa aquella noche estaba
borracho. (…) Hizo ruido en la
escalera. Al encontrarse frente a la puerta
abierta dijo con gravedad:
-Saluda
al nuevo inspector de la brigada del jefe.
-¿Y
tu sombrero?
Al pasarse la mano por la cabeza comprobó que
debía de haberse olvidado el sobrero en alguna parte. (…) Su mujer le trajo sus zapatillas y
preparó café bien cargado.”
George
Simenon, Maigret y los Aristócratas Ediciones
Orbis S.A. Buenos Aires 1984.-
Y el bebedor de mate en un jarrito celeste, el detective
aficionado y recluso, don Isidro Parodi:
“Hace
catorce años, el carnicero Agustín R. Bonorino, que había asistido al corso de
Belgrano disfrazado de cocoliche, recibió un mortal botellazo en la sien. Nadie ignoraba que la botella de Bilz que lo
derribó había sido esgrimida por uno de los muchachos de la barra de Pata
Santa. Pero como Pata Santa era un
precioso elemento electoral, la policía resolvió que el culpable era Isidro
Parodi, de quién algunos afirmaban que era ácrata, queriendo decir que era espiritista. En realidad, Isidro Parodi no era ninguna de
las dos cosas: era dueño de una barbería en el barrio Sur y había cometido la
imprudencia de alquilar una pieza a un escribiente de la comisaría 8, que ya le
debía un año. Esa conjunción de
circunstancias adversas selló la suerte de Parodi; las declaraciones de los testigos (que pertenecían a la barra de Pata Santa) fueron unánimes: el
juez lo condenó a veintiún años de reclusión.
La vida sedentaria había influido en el homicida de 1919: hoy era un
hombre cuarentón, sentencioso, obeso, con la cabeza afeitada y ojos
singularmente sabios. Esos ojos, ahora,
miraban al joven Molinari.
-¿Qué
se le ofrece, amigo?
Su voz no era excesivamente cordial, pero
Molinari sabía que las visitas no le desagradaban. Además, la posible reacción de Parodi le
importaba menos que la necesidad de encontrar un confidente y un
consejero. Lento y eficaz, el viejo
Parodi cebaba un mate en un jarrito celeste.
Se lo ofreció a Molinari. Éste,
aunque muy impaciente por explicar la aventura irrevocable que había
trastornado su vida, sabía que era inútil querer apresurar a Isidro Parodi…”
Jorge
Luis Borges – Adolfo Bioy Casares Seis problemas para don Isidro Parodi Emecé
Editores S.A. Buenos Aires 1995, pág. 17/18.-
Maravilloso recreo... La realidad puede pasarnos por encima, pero mientras nos quede un libro donde refugiarnos en el calor del más puro y auténtico placer intelectual podremos restañar nuestras heridas y seguir adelante.
Afortunadamente, tenemos la literatura para reivindicarnos con la vida.
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