El
artista como “artista”.
Termino, después de darle vueltas y vueltas al
asunto, convencida de que el artista es todo y no es nada, que no le alcanzan
definiciones o fórmulas fijas. Que puede
ser y no ser, que hay un poco de todo pero nada concluyente, y entonces es
siempre prueba y error, ir por un camino para desandar por otro. Y que más allá
de la intensión de definirse nunca se alcanza un punto quieto.
El arte es mutación, inconformismo y búsqueda, y el artista, como mera herramienta tomada por el arte, carece de
autonomía para evadirse de un destino de perpetua incertidumbre e insatisfacción.
No digo que no haya placer, porque la acción creativa
es en sí misma placer puro, es plenitud
de los sentidos sobre la razón; el triunfo de lo sensorial por sobre lo
racional. El arte da placer pero no
certeza. Uno no sabe si lo que ha
hecho será aceptado o comprendido, que
valor tendrá ante ojos ajenos; y cuando se tiene la convicción de que es realmente bueno
lo que se ha hecho de inmediato avanza el
pánico de no poder volver a hacerlo nunca más.
Como la única verdad
es que no existe una verdad única,
la definición del arte es su intangible esencia no identificable, la
imposibilidad de definirlo de un modo unívoco.
Por eso descreo del marketing cultural aplicado al
arte: es materialmente imposible. Si no
puedo identificar ni catalogar el objeto no puedo armar fórmulas infalibles
para posicionarlo. El arte, la obra de
arte, no es un producto, no puedo conocer exactamente sus componentes, ignoro
el mecanismo de generación, no puedo
hacer encuestas para medir su aceptación o que modificación requiere su packaging para entrar al segmento adolescente que más
consume. No hay una fórmula “coca-cola” que asegure su implementación
y el éxito. No se puede aplicar al arte
las reglas de juego del mercado. Es otra
cosa. No sabemos qué, pero otra cosa.
Es probable que haya artistas (¿artesanos?,
¿ilustradores?, ¿diseñadores?) que crean
bonitos objetos coloridos y fácilmente identificables (Britto), que arrasan fortunas sustentados en un hábil manejo
publicitario y de posicionamiento comercial: puestos en el área central de
shoppings masivos de Miami, locales
luminosos en aeropuertos, tapas de agendas y de cuadernos que se lanzan
internacionalmente, y siguen las firmas.
Pero no es arte. Es simplemente
un diseño patentado para uso comercial. Lindo
y lustroso pero absolutamente superficial. Y el arte tiene alma, sino no es.
Como el miedo a lo desconocido inventó las
religiones, el disgusto por algo tan evanescente e inasible como el arte llevó
a la creación de un seudo arte, las escuelas de modas, las tendencias estilísticas del momento. Un falso arte de manual, fácilmente identificable,
manipulable, repetible; que pueda agruparse y definirse. Algo que no genere dudas, que se pueda
comercializar como dios manda. El
mercado se llenó de este falso arte ajustado a derecho, donde todo está claro y
no hay espacio para la angustia, donde sabemos exactamente cómo hacerlo, cómo
venderlo y que margen de ganancia nos dejará en el bolsillo.
El arte real, ese de contornos esfumados, que va y viene sin dejarse agarrar, rebelde,
que no acata mandatos sociales, a ese hay que desterrarlo por
ingobernable, por desobediente al deber
ser y a lo políticamente correcto, ese queda afuera del circuito. Con ese no podemos hacer buenos negocios. Ese no le interesa absolutamente a nadie.
Y el arte agradecido, porque sigue siendo lo que
siempre fue. Una ensoñación, una duda,
un tal vez, una posibilidad remota. Un
amante egoísta que exige pasión y entrega absoluta pero que no da nada a
cambio; que lo reclama todo, que te obliga a quemar las naves, a patear
tableros, a abandonar tu orgullo Que no
te promete la gloria. Que no te jura
lealtad. Pero que a veces, por un instante, te da un goce tan absoluto que ya no
te importa nada más y que por ello te tiene entregada a su abrazo incondicionalmente
y a perpetuidad. Aunque ese instante ya
no vuelva a repetirse.