viernes, 27 de junio de 2014

El artista como ¿“adalid”? de su tiempo.


El guía, la cabeza visible, el hombre pancarta.  El líder temerario y algo utópico, levemente irresponsable, decididamente estereotipado.  La vanguardia que hace gala y alarde de su adelantamiento. 

  Es fácil distinguir a Dalí como exponente de una visión surrealista de la sociedad:  los relojes blandos (La Persistencia de la Memoria), El Perro Andaluz con Buñuel, sus amoríos con García Lorca…   Todo lo que hoy comprendemos como surreal, inconsciente y paranoico remite a una imagen dalilianaWarhol y lo superficial, efímero y circunstancial: la primera reacción ante el arte pop activa  en nuestra memoria los quince minutos de fama que todo ser humano se  merece.

  El artista vinculado a un estilo de vida emblemático permite ejemplos fáciles: Toulouse-Lautrec y el cabaret parisino; Degas y la disciplina de sus niñas con zapatillas de punta; Turner  y la visión isleña de marinas brumosas; Quinquela y la dignidad del trabajo en el puerto.  


  Pero  me entra la duda si el artista genera y fomenta ese estilo de vida o si simplemente se limita a compilar fragmentos dispersos para acabar armando las  imágenes de las que se apropia el colectivo social. El arte requiere una introspección, un intimismo en la labor, que parece ir de bruces con la acción exógena, desaforada y expansiva  que uno atribuye (al menos en teoría) al héroe épico.   O al héroe de moda.  

  El artista como adalid atribuiría al arte una cualidad visionaria, de intuición de lo que puede llegar a hacer, un avanzar acelerado hacia adelante por fuera del ritmo lógico de la historia.  Justificaría la incomprensión que el artista obtiene de sus contemporáneos pero implicaría  el destiempo y la necesidad de la posteridad para el reconocimiento del mensaje y su puesta en valor.  Un adalid desfasado que será heroico en retrospectiva.


Quién se rebela contra la autoridad paterna y la vence, es un héroe.  Sigmund Freud
  “Me disponía a entrar en el grupo surrealista del que acababa de estudiar concienzudamente, deshuesando hasta el último huesecillo, las consignas y los temas.  Me había imaginado que se trataba de trasladar el pensamiento al lienzo de una forma espontánea, sin el menor escrúpulo raciona, estético o moral. (…)  Me negaba de una forma categórica a considerar a los surrealistas como a un grupo literario y artístico más.  Les suponía capaces de liberar al hombre de la tiranía ´del mundo práctico racional´.  Yo aspiraba a convertirme en el Nietzsche de lo irracional.  Yo, el racionalista convencido, era el único que sabía lo que buscaba; no me sometería a lo irracional por lo irracional, a lo irracional narcisista y receptivo al estilo del que practicaban los demás, sino, todo lo contrario, libraría la batalla por la ´conquista de lo irracional´.  Entretanto, mis amigos se dejaron absorber por lo irracional, sucumbiendo, como tantos otros, Nietzsche comprendido, a esta debilidad romántica.
  En resumen, embebido de todo lo que los surrealistas habían publicado, con el beneplácito de Lautréamont y el marqués de Sade, hice mi entrada en el grupo, armado de una buena fe  ciertamente jesuítica, pero conservando en el fondo la segunda intención de convertirme rápidamente en su jefe.
  ¿A santo de qué iba a sentirme incomodado por escrúpulos cristianos hacia mi nuevo padre, André Bretón, cuando no los había tenido para quién me había dado realmente el ser?
  Me tomé, pues, el surrealismo al pie de la letra, sin despreciar la sangre ni los excrementos de los que sus prosélitos nutrían sus diatribas.  Al igual que me había esmerado en convertirme en un perfecto ateo leyendo los libros de mi padre, también fui un estudiante de los surrealismos tan concienzudo que rápidamente me convertí en el único ´surrealista integral´.  Hasta tal punto que acabaron por expulsarme del grupo  por ser excesivamente surrealista.”
Salvador Dalí, Diario de un Genio Tusquets Editores Barcelona 1992, pág. 17/23.


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