martes, 24 de junio de 2014

El artista como ¿“víctima”? de su tiempo.

























“Que tus hijos vivan tiempos interesantes”  era una maldición popular allá por la Edad  Media, cuando lo “interesante”  se aplicaba a pestes, guerras y hambrunas.

  Nadie puede poner seriamente en duda que hoy vivimos unos tiempos permanentemente interesantes, aunque nos auto-boicoteemos  la información pasando del canal de noticias al canal gourmet.  Si cual avestruces temerarias sacamos la cabeza del agujero del desquicio doméstico, vislumbramos los sucesos de Medio Oriente, Ucrania, Nigeria o la cercana Venezuela y volvemos de inmediato a sumergirnos en el hoyo protector.

  Y en los tiempos  interesantes  ¿en qué lugar queda el artista? Si uno está un poco afuera del epicentro del conflicto,  pareciera que la preocupación por el arte es algo banal y vergonzante, si uno está dentro de la cosa, la supervivencia posterga cualquier otra preocupación.

  Frente a la muerte, mutilación y desamparo que trae la guerra y las disputas territoriales entre naciones,  y la miseria extrema de países arrasados por conflictos étnicos o religiosos, o por experimentos económicos de regímenes totalitarios camuflados de populistas, el artista poco puede hacer frente a la prioridad imperiosa de alimentarse y mantener un techo sobre la cabeza propia y de los suyos.  Poca inspiración puede pretenderse cuando uno ve avanzar a las ratas y la única opción que queda es comérselas.


  ¿Se debe estar en las cálidas y apacibles arenas de Tahití para poder ser Gauguin o hay que levantar los garrotes en una rebelión apasionada para ser Goya? ¿Puede uno excusarse en su condición de “víctima” de un sistema perverso como justificación de la propia ineptitud o de la inevitable cobardía?

  Lo urgente se sobrepone a lo importante y el impuso a preservar la vida es un reflejo atávico que la razón no controla.  Muchas veces el voluntarismo no alcanza y existen precios que no sólo son injustos sino imposibles de pagar.  La negociación siempre deja un resabio de sabor a claudicación y toda la literatura sobre la independencia del arte se vuelve un lastre que ahoga cuando la disyuntiva de crear es sobrevivir.

  ¿Sólo se puede crear en la seguridad aséptica de laboratorio que garantiza al artista una vida cómoda sin necesidad de proveérsela por mano propia?   ¿El artista es una frágil y débil ninfa de los lagos que requiere de un mecenas proveedor y santísimo protector que la resguarde, dirija y sostenga al amparo de la realidad?  ¿Es el artista un completo inútil por fuera de su obra?  ¿Una víctima propiciatoria para sucumbir al menor amague de responsabilidad?  ¿La libertad creativa tiene como contracara la prostitución, el sometimiento absoluto al poder de quien tiene con qué pagar las cuentas?


  ¿Es condición sine qua non  del arte nuestro sometimiento al mundo real –galerías, curadores, marchands, críticos, academias de arte, instituciones gubernamentales,  y sus respectivos sinónimos y etcéteras- como inevitables víctimas privadas de toda otra opción?    

  No lo sé, pero no me gusta.







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