El
artista como ¿“víctima”? de su
tiempo.
“Que
tus hijos vivan tiempos interesantes” era una maldición popular allá por la Edad
Media, cuando lo “interesante”
se aplicaba a pestes, guerras y
hambrunas.
Nadie puede
poner seriamente en duda que hoy vivimos unos tiempos permanentemente interesantes, aunque nos
auto-boicoteemos la información pasando
del canal de noticias al canal gourmet.
Si cual avestruces temerarias sacamos la cabeza del agujero del
desquicio doméstico, vislumbramos los sucesos de Medio Oriente, Ucrania, Nigeria o la cercana Venezuela y volvemos de inmediato a
sumergirnos en el hoyo protector.
Y en los tiempos interesantes ¿en qué lugar queda el artista? Si uno está un
poco afuera del epicentro del conflicto,
pareciera que la preocupación por el arte es algo banal y vergonzante,
si uno está dentro de la cosa, la
supervivencia posterga cualquier otra preocupación.
Frente a la muerte, mutilación y desamparo que trae
la guerra y las disputas territoriales entre naciones, y la miseria extrema de países arrasados por
conflictos étnicos o religiosos, o por experimentos económicos de regímenes
totalitarios camuflados de populistas, el artista poco puede hacer frente a la
prioridad imperiosa de alimentarse y mantener un techo sobre la cabeza propia y
de los suyos. Poca inspiración puede
pretenderse cuando uno ve avanzar a las ratas y la única opción que queda es
comérselas.
¿Se debe estar en las cálidas y apacibles arenas de Tahití para poder ser Gauguin o hay que levantar los garrotes
en una rebelión apasionada para ser Goya?
¿Puede uno excusarse en su condición de “víctima”
de un sistema perverso como justificación de la propia ineptitud o de la
inevitable cobardía?
Lo urgente se
sobrepone a lo importante y el impuso a preservar la vida es un reflejo atávico
que la razón no controla. Muchas veces
el voluntarismo no alcanza y existen precios que no sólo son injustos sino
imposibles de pagar. La negociación
siempre deja un resabio de sabor a claudicación y toda la literatura sobre la
independencia del arte se vuelve un lastre que ahoga cuando la disyuntiva de
crear es sobrevivir.
¿Sólo se puede crear en la seguridad aséptica de
laboratorio que garantiza al artista una vida cómoda sin necesidad de
proveérsela por mano propia? ¿El
artista es una frágil y débil ninfa de los lagos que requiere de un mecenas
proveedor y santísimo protector que la resguarde, dirija y sostenga al amparo
de la realidad? ¿Es el artista un
completo inútil por fuera de su obra?
¿Una víctima propiciatoria para sucumbir al menor amague de
responsabilidad? ¿La libertad creativa
tiene como contracara la prostitución, el sometimiento absoluto al poder de
quien tiene con qué pagar las cuentas?
¿Es condición sine
qua non del arte nuestro
sometimiento al mundo real –galerías, curadores, marchands, críticos, academias
de arte, instituciones gubernamentales,
y sus respectivos sinónimos y etcéteras- como inevitables víctimas privadas de toda otra opción?
No lo
sé, pero no me gusta.
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