El
artista como ¿“catalizador”? de su
tiempo.
La segunda acepción del diccionario de la lengua
española Espasa-Calpe edición 2005
dice que el término catalizador se aplica a la persona que, con su presencia o
intervención, es capaz de hacer reaccionar un conjunto de factores.
En ese
entendimiento, el artista sería, a través de su obra, un agente provocador de reacciones en su comunidad,
tanto de forma intencionada o como no.
El artista percibe o entiende una necesidad social que transcribe en un lenguaje exagerado e
ineludible, que convoca e impulsa a ciertas conductas de sus
contemporáneos. El arte tendría una
función de medio de comunicación indirecto: el artista, desde un plano de
comprensión superior, plasma en lenguaje plástico un mensaje accesible al
público para que éste, al captarlo, reaccione en consecuencia.
El artista
fungiría como un traductor (o un titiritero), necesario para una comunidad
limitada e impedida para comprender
íntegramente y por sí sola la realidad que le rodea. El arte con una única finalidad
educativa y moralizante como en el Medievo,
cuando a la población mayoritariamente analfabeta se le trasmitía conocimiento
con las pinturas que poblaban los muros de las catedrales.
El arte
sería así inevitablemente tendencioso y parcial, ya que la supuesta “superioridad”
del artista en su capacidad de comprender y traducir, le permitiría actuar tanto en miras de un ideal ético
general como por mandato y conveniencia del poderoso de turno capaz de retribuir
materialmente su labor intencionada.
Miguel Angel impone el temor de un dios
en el que tal vez no creía cuando plasma en el altar de la Sixtina su Juicio Final, a entera satisfacción
de la Curia (o casi, por los desnudos) Pero
aún bajo las órdenes de Julio II
pinta en la bóveda a un Noe elocuentemente
ebrio y desnudo, pasaje bíblico que no suele incluirse en el catecismo oficial.
“¿Por
qué había colocado Miguel Ángel el sacrificio antes del diluvio? Génesis, 8,20: ´Alzó Noé un altar a Javhé, y
tomando de todos los animales puros y de todas las aves puras, ofreció sobre el altar un holocausto.´ Y Génesis, 7,7, por el contrario: ´Y para
librarse de las aguas del diluvio entró en el arca con sus hijos, su mujer y
las mujeres de sus hijos.´ De forma
abrupta terminaba aquel escenario con la borrachera de Noé: completamente
embriagado, duerme desnudo en medio de su tienda, escarnecido por su hijo Cam,
mientras que Sem y Jafet cubren, sin verle, la desnudez del padre, de espaldas
y con los rostros vueltos.
Se dice que Miguel Ángel comenzó en esa parte
su ciclo, en sentido contrario al decurso de la Creación, y parece que ahí
hubiese cometido errores intencionalmente.
El artista florentino estaba familiariado con el Antiguo Testamento,
mientras que mantenía una inexplicable actitud de reserva con respecto al
Nuevo, por el que parecía sentir hasta profundo rechazo. Y el observador atento de los frescos de la
Capilla Sixtina advirtió con amargura que Miguel Ángel había dejado el Nuevo
Testamento para las paredes de los demás: para el Perugino, en El
bautizo de Cristo; para Domenico
Ghirlandaio, en La comunión de los
apóstoles; para Cosimo Roselli, en La
última cena y El sermón de la montaña, o para Sandro Boticelli, en La
tentación de Cristo, pero era
completamente cierto que Miguel Ángel había ignorado a Jesucristo, ¡que Dios se
apiade de su alma!
Debida a la mano de Miguel Ángel tan sólo
había una representación de Cristo en la bóveda de la Capilla Sixtina, la del
Hijo del Hombre en El
Juicio Final. (…)¿Era acaso ese Redentor
resucitado ese titán musculoso, cuya diestra alzada podría haber derribado de
un golpe a cualquier gigante como Goliat, era aquél el Cristo de las enseñanzas
y predicaciones de la Iglesia? ¿Era ese
héroe homérico la imagen y semejanza de aquel hombre que en el Sermón de la
Montaña supo encontrar… palabras de consuelo? (…) ¿No presentaba acaso ese
Jesucristo un parecido sorprendente con el Apolo de Belvedere…? (…) ¿Jesús
convertido en Apolo? ¿Qué clase de travesura impía había puesto en escena
Michelangelo Buonarroti?”
Philipp
Vandenberg, La Conjura Sixtina, Grupo
Editorial Planeta S.A. Buenos Aires 2006,
pág. 48/50
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