jueves, 26 de junio de 2014

El artista como ¿“catalizador”? de su tiempo.
 
 
  La segunda acepción del diccionario de la lengua española  Espasa-Calpe edición 2005 dice que  el término catalizador  se aplica a la persona que, con su presencia o intervención, es capaz de hacer reaccionar un conjunto de factores.
  En ese entendimiento, el artista sería, a través de su obra, un agente provocador de reacciones en su comunidad, tanto de forma intencionada o como no.  El artista percibe o entiende una necesidad social que  transcribe en un lenguaje exagerado e ineludible, que convoca e impulsa a ciertas conductas de sus contemporáneos.  El arte tendría una función de medio de comunicación indirecto: el artista, desde un plano de comprensión superior, plasma en lenguaje plástico un mensaje accesible al público para que éste, al captarlo, reaccione en consecuencia.
  El artista fungiría como un traductor (o un titiritero), necesario para una comunidad limitada  e impedida para comprender íntegramente y por sí sola la realidad que le rodea. El arte con una única finalidad educativa y moralizante como en el Medievo, cuando a la población mayoritariamente analfabeta se le trasmitía conocimiento con las pinturas que poblaban los muros de las catedrales. 
 
  El arte sería así  inevitablemente tendencioso y parcial, ya que la supuesta “superioridad” del artista en su capacidad de comprender y traducir, le permitiría  actuar tanto en miras de un ideal ético general como por mandato y conveniencia del poderoso de turno capaz de retribuir materialmente su labor intencionada. 
  Miguel Angel impone el temor de un dios en el que tal vez no creía cuando plasma en el altar de la Sixtina su Juicio Final, a entera satisfacción de la Curia (o casi, por los desnudos)  Pero aún bajo las órdenes de Julio II pinta en la bóveda a un Noe elocuentemente ebrio y desnudo, pasaje bíblico que no suele incluirse en el catecismo oficial.
“¿Por qué había colocado Miguel Ángel el sacrificio antes del diluvio?  Génesis, 8,20: ´Alzó Noé un altar a Javhé, y tomando de todos los animales puros y de todas las aves puras,  ofreció sobre el altar un holocausto.´  Y Génesis, 7,7, por el contrario: ´Y para librarse de las aguas del diluvio entró en el arca con sus hijos, su mujer y las mujeres de sus hijos.´  De forma abrupta terminaba aquel escenario con la borrachera de Noé: completamente embriagado, duerme desnudo en medio de su tienda, escarnecido por su hijo Cam, mientras que Sem y Jafet cubren, sin verle, la desnudez del padre, de espaldas y con los rostros vueltos.  
  Se dice que Miguel Ángel comenzó en esa parte su ciclo, en sentido contrario al decurso de la Creación, y parece que ahí hubiese cometido errores intencionalmente.  El artista florentino estaba familiariado con el Antiguo Testamento, mientras que mantenía una inexplicable actitud de reserva con respecto al Nuevo, por el que parecía sentir hasta profundo rechazo.  Y el observador atento de los frescos de la Capilla Sixtina advirtió con amargura que Miguel Ángel había dejado el Nuevo Testamento para las paredes de los demás: para el Perugino,  en El bautizo de Cristo; para Domenico Ghirlandaio, en La  comunión de los apóstoles; para Cosimo Roselli, en La última cena y El sermón de la montaña, o para Sandro Boticelli, en La tentación de Cristo, pero era completamente cierto que Miguel Ángel había ignorado a Jesucristo, ¡que Dios se apiade de su alma!
  Debida a la mano de Miguel Ángel tan sólo había una representación de Cristo en la bóveda de la Capilla Sixtina, la del Hijo del Hombre en El Juicio Final. (…)¿Era acaso ese Redentor resucitado ese titán musculoso, cuya diestra alzada podría haber derribado de un golpe a cualquier gigante como Goliat, era aquél el Cristo de las enseñanzas y predicaciones de la Iglesia?  ¿Era ese héroe homérico la imagen y semejanza de aquel hombre que en el Sermón de la Montaña supo encontrar… palabras de consuelo? (…) ¿No presentaba acaso ese Jesucristo un parecido sorprendente con el Apolo de Belvedere…? (…) ¿Jesús convertido en Apolo? ¿Qué clase de travesura impía había puesto en escena Michelangelo Buonarroti?”  
Philipp Vandenberg, La Conjura Sixtina, Grupo Editorial Planeta S.A. Buenos Aires 2006, pág. 48/50

 
 
 

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