Hace como un millón de
años atrás, cuando yo tendría dieciocho o diecinueve años, me aventuré en tren
a la zona oeste capitalina cargando un par de pequeños óleos (hoy sé que muy
malos) para comparecer en un bar de Flores
(o Floresta) donde convocaban
artistas pláticos para exhibiciones individuales. Habría sido mi primera muestra pero no fue,
no porque me negaran el acceso (la pareja que me atendió fue encantadora y
generosa ante mi evidente inexperiencia) sino porque uno de mis habituales
ataques de uveítis me dejó temporáneamente medio ciega y completamente depresiva
y no pude aprovechar esa oportunidad.
Pero el punto es que en ese bar (típico sitio de movida cultural de
finales de los ochenta) se desarrollaba una feroz actividad literaria que
publicaba un periódico bajo el predisponente apelativo de El Cadáver Exquisito. No
me acuerdo el nombre del bar y ni por una fortuna en juego podría volver a
encontrar su emplazamiento. Pero el
diarito lo guardé por años hasta que una mudanza lo liquidó. Una frase de uno
de sus artículos me quedó grabada en la piel ni que fuera un tatuaje: “La lástima hiere a quién la siente.”
Agregaré a esta altura de mi vida que como con la lástima con la furia y la indignación
pasa otro tanto. Es inevitable enojarse
frente a ciertos estímulos (la política, ciertos políticos, el pobre país que
estos mal gobiernan), pero tras la reacción visceral y básica, permitir la
perpetuación de la ira sólo hiere a quién
la siente. Hay que racionalizar y
gastar la energía en pensar que se hará o que se dejará de hacer para
contrarrestar o combatir esos hechos nefastos, pero regodearse en el
sentimiento de frustración sólo nos frustra más, nos inmoviliza y permite que
esos otros -causa de nuestro enojo- sigan alegremente con sus conductas
aberrantes, total nosotros estamos muy ocupados y distraídos en masticar
nuestra bronca.
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