martes, 10 de junio de 2014



Se supone que los marchands – hoy art dealer desde que pasamos del culto y distante francés al business inglés norteamericano más campechano- son los profesionales que se ocupan del circuito de circulación y comercialización de las obras de los artistas.  Tradicionalmente (o sea, hace muchos años) eran historiadores de arte con afición al comercio y al coleccionismo, que por su pertenencia a clases sociales adineradas podían ocuparse de apoyar y difundir el trabajo de los artistas que consideraban de mérito.  La versión moderna de los mecenas renacentistas, salvando las distancias con un Lorenzo el Magnífico  que descubre y protege a Miguel Ángel o un Ludovico Sforza que se divierte con las particularidades de Leonardo y lo ampara frente a clientes enojados por sus encargos largamente inconclusos. 
 
  Claro que artistas de tal envergadura dignos de proteger se dan –con suerte- uno cada siglo, y que tal generosidad sólo pueden permitírsela muy pocas personas y seguramente por otros intereses más “íntimos” que el resguardo del genio artístico aun no reconocido. 

  Es por eso que para el resto de los mortales afectos al arte sólo nos queda el autofinanciamiento y el intercambio mercantilista con las galerías (más próximas a tiendas de decoración que a ese centro de intercambio intelectual que eran los jardines de los Médici).  Es lo que hay y esas son las reglas de juego.



  No soy de las personas que reniegan ante los hechos y se derrumban en el sofá a plañir por aquellos lejanos “otros tiempos”, tan ilusorios como probablemente irreales, donde el artista sólo debía ocuparse de su arte y su ángel custodio (el mecenas, o el marchand o el perspicaz galerista) se ocupaba de las cuestiones mundanales tales como su manutención física y el pago de sus deudas.  Y probablemente nunca haya sido del todo así.  Al fin y al cabo nadie amó con más honestidad y lealtad a Van Gogh que su hermano Theo, que era marchand, y que pese a ello no logró el éxito de ventas de las obras de Vincent durante su vida.  Y en su madurez, Miguel Ángel peleó centavo a centavo sus encargos con el papado, poco afecto a cumplir con los pagos y a respetar los tiempos y necesidades de tamaño indiscutible artista.  Los tiempos cambian, el mercado muta, los parámetros de valoración se transforman pero la esencia humana es la esencia humana.  El primer artista conocido fue el que grabó en las paredes de Altamira la realidad de su entorno, y dudo mucho que esa labor le diera de comer.  Debía cazar y recolectar para sobrevivir como cualquier otro de sus congéneres, pero el plus de crear y retratar para la posteridad su tiempo era una pulsión independiente de su utilidad práctica.  El arte debe ser inútil para su creador para poder ser infinitamente valioso para la humanidad.  ¿No fue Oscar Wilde el que dejó dicho que “all art is quite useless.”?  Baudelaire coincidía afirmando: “Ser un hombre útil me ha parecido siempre una cosa repugnante.”
 


Claro que somos lo que somos en nuestro contexto y en el tiempo que nos tocó en suerte, y hoy estamos mucho más cerca de Andy Warhol, quien sostenía que todo el mundo merece sus diez minutos de fama.  Y leyendo sus textos uno puede entender que él consideraba que aquello que triunfaba era artístico por el hecho de triunfar, que el arte y el dinero van de la mano. El precio determina el mérito.  Sobre esto último sospecho que seguía la convicción constitutiva de Dalí (Avida Dollars según André Breton), y que del arte pop para acá se acrecentó de modo exponencial: verbi gratia Damien Hirst by Saatchi.

Puede que hayamos cambiado de paradigma.  O puede que no.  Quizá sólo sea el contraste, eso de que sin oscuridad no reconoceríamos la luz, que todo dios necesita su diablo para definirse como “el bueno” de la película.  Quizá para identificar al creador auténtico haya que contemplar largo rato a las manadas de artistas  que triunfan  por el tipo de gente con la que se relacionan y con los que se retratan en las fotos publicadas por revistas “del corazón” (en mi época llamadas prensa amarilla), fotos en la que nunca aparece la obra, como si ésta fuera irrelevante y sólo revistiera el carácter de circunstancial medio para acceder al único fin deseable: el éxito, el dinero y la fama (por diez minutos).



No hay comentarios:

Publicar un comentario