Se supone que los marchands
– hoy art dealer desde que pasamos
del culto y distante francés al business inglés
norteamericano más campechano- son los profesionales que se ocupan del circuito
de circulación y comercialización de las obras de los artistas. Tradicionalmente
(o sea, hace muchos años) eran historiadores de arte con afición al comercio y
al coleccionismo, que por su pertenencia a clases sociales adineradas podían
ocuparse de apoyar y difundir el trabajo de los artistas que consideraban de
mérito. La versión moderna de los
mecenas renacentistas, salvando las distancias con un Lorenzo el Magnífico que descubre
y protege a Miguel Ángel o un Ludovico Sforza que se divierte con las
particularidades de Leonardo y lo
ampara frente a clientes enojados por
sus encargos largamente inconclusos.
Claro que artistas de tal
envergadura dignos de proteger se dan –con suerte- uno cada siglo, y que tal
generosidad sólo pueden permitírsela muy pocas personas y seguramente por otros
intereses más “íntimos” que el
resguardo del genio artístico aun no reconocido.
Es por eso que para el
resto de los mortales afectos al arte sólo nos queda el autofinanciamiento y el
intercambio mercantilista con las galerías (más próximas a tiendas de
decoración que a ese centro de intercambio intelectual que eran los jardines de
los Médici). Es lo que hay y esas son las reglas de juego.
No soy de las personas que
reniegan ante los hechos y se derrumban en el sofá a plañir por aquellos
lejanos “otros tiempos”, tan
ilusorios como probablemente irreales, donde el artista sólo debía ocuparse de
su arte y su ángel custodio (el mecenas, o el marchand o el perspicaz
galerista) se ocupaba de las cuestiones mundanales tales como su manutención
física y el pago de sus deudas. Y probablemente
nunca haya sido del todo así. Al fin y
al cabo nadie amó con más honestidad y lealtad a Van Gogh que su hermano Theo,
que era marchand, y que pese a ello no logró el éxito de ventas de las obras de
Vincent durante su vida. Y en su madurez, Miguel Ángel peleó centavo a centavo sus encargos con el papado, poco
afecto a cumplir con los pagos y a respetar los tiempos y necesidades de tamaño
indiscutible artista. Los tiempos
cambian, el mercado muta, los parámetros de valoración se transforman pero la
esencia humana es la esencia humana. El
primer artista conocido fue el que grabó en las paredes de Altamira la realidad de su entorno, y dudo mucho que esa labor le
diera de comer. Debía cazar y recolectar
para sobrevivir como cualquier otro de sus congéneres, pero el plus de crear y
retratar para la posteridad su tiempo era una pulsión independiente de su
utilidad práctica. El arte debe ser
inútil para su creador para poder ser infinitamente valioso para la
humanidad. ¿No fue Oscar Wilde el que dejó dicho que “all art is quite useless.”? Baudelaire coincidía afirmando: “Ser
un hombre útil me ha parecido siempre una cosa repugnante.”
Claro que somos lo que somos en nuestro contexto y en el tiempo
que nos tocó en suerte, y hoy estamos mucho más cerca de Andy Warhol, quien sostenía que todo el mundo merece sus diez
minutos de fama. Y leyendo sus textos
uno puede entender que él consideraba que aquello que triunfaba era artístico por el hecho de triunfar, que el arte y
el dinero van de la mano. El precio
determina el mérito. Sobre esto último sospecho que seguía la
convicción constitutiva de Dalí (Avida
Dollars según André Breton),
y que del arte pop para acá se acrecentó de modo exponencial: verbi gratia Damien Hirst by Saatchi.
Puede que hayamos cambiado de paradigma. O puede que no. Quizá sólo sea el contraste, eso de que sin
oscuridad no reconoceríamos la luz, que todo dios necesita su diablo para
definirse como “el bueno” de la película. Quizá para identificar al creador auténtico haya
que contemplar largo rato a las manadas de artistas que triunfan
por el tipo de gente con la que se relacionan y con los que se retratan
en las fotos publicadas por revistas “del
corazón” (en mi época llamadas prensa
amarilla), fotos en la que nunca aparece la obra, como si ésta fuera
irrelevante y sólo revistiera el carácter de circunstancial medio para acceder
al único fin deseable: el éxito, el dinero y la fama (por diez minutos).
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