lunes, 23 de junio de 2014

 
En el Congreso de Tucumán resolvimos dejar de ser españoles; nuestro deber era fundar, como los Estados Unidos, una tradición que fuera distinta.  Buscarla en el mismo país del que nos habíamos desligado hubiera sido un evidente contrasentido; buscarla en una imaginaria cultura indígena hubiera sido no menos imposible que absurdo.  Optamos, como era fatal, por Europa y, particularmente, por Francia (el mismo Poe, que era americano, llegó a nosotros por Baudelaire y por Mallarmé).  Fuera de la sangre y del lenguaje, que asimismo son tradiciones, Francia influyó sobre nosotros más que ninguna otra nación.  El modernismo, cuya dos capitales, según Max Henríquez Urueña,  fueron México y Buenos Aires, renovó las diversas literaturas cuyo instrumento común es el español y es inconcebible sin Hugo y sin Verlaine.  Luego  atravesaría el océano e inspiraría en España a ilustres poetas.  Cuando yo era chico, ignorar el francés era ser casi analfabeto.  Con el decurso de los años pasamos del francés al inglés y del inglés a la ignorancia, sin excluir la del propio castellano.” 
Jorge Luis Borges, Buenos Aires 26 de Noviembre de 1974, Prólogo de Prólogos, Alianza Editorial, Madrid 1998 pág. 7/8.
 

Parece que nuestra involución cultural es algo de larga data.  Nivelamos para abajo, arrancando de raíz la única chance de progreso real: destruyendo concienzudamente la educación.  Una conversación casual y de cortesía con un funcionario judicial a hora temprana deriva en la enumeración  de nuevas catástrofes que acosan la vida cotidiana.  Pero no es con tono de escándalo o indignación que me lo relata, no; es con la casi indiferente resignación de quién ya no tiene esperanza de que esta decadencia se detenga.  Ciertamente, basta una mirada sincera en derredor para que se enfríe el alma. 

Aislada en mi casa, dedicada durante el fin de semana a jugar los juegos que más me gustan jugar, pierdo la conciencia de la realidad, que hoy lunes, al retornar al mundo a trabajar para ganarme el sudoroso pan, me da de lleno en la cara recordándome que nada de lo que hay acá fuera tiene que ver con los que sabía ser y supieron prometernos.
 
 
¿Debe uno, como artista, retirarse a su planeta privado y evadirse del entorno sórdido de un país que se ha dividido  al medio para derrumbarse a pedazos después?  ¿Puede crearse conviviendo con la destrucción?  Pero la verdadera pregunta es: ¿pude uno salirse?  Imposible. 
 
Yo vivo acá y aunque quiera no hacerle caso la vida me pasa por encima:  pongo un pie en la vereda y ya es un milagro continuar con vida.  Subo a un transporte público y es la tensión de hacer equilibrio en el vaivén del tráfico, tratando de que el aplastamiento no me impida respirar y que ninguna mano amiga me aparezca dentro de la cartera.  De soslayo ver las portadas de los matutinos con cinco o seis versiones diferentes de la realidad, con el sonido de fondo de una de tantas cadenas oficiales que se contradice con la de 48 horas antes, para llegar finalmente al banco y no poder entrar porque arrancó un paro y  el improvisado cartel pegado al vidrio  anuncia que en el cajero automático no hay dinero por la medida de fuerza de los conductores de camiones de caudales que se decidió a medianoche.  Y entonces uno frena por un café que al menos lo reconforte durante cinco minutos y toma conciencia de que si paga  lo que sale hoy un pocillito no llega a fin de mes. Levanto la mirada y veo a mi  alrededor caras tan desaforadas como supongo la mía; miro y descubro la misma desconfianza en el que me está mirando mientras trata de descubrir si yo lo iré a robar o no. Alguien revolea unas pelotas en  la esquina pretendiendo que por la torpe pirueta le dé una moneda sólo por miedo a su presencia, mientras que la moto que viene a toda velocidad en mi dirección sí me aterroriza y me abrazo con fuerza a la cartera mientras retrocedo al amparo de la pared.
 
 
 
  Claro que quisiera no ser parte de todo esto, que preferiría estar en otro lugar donde mi mayor preocupación fuera como combato la humedad para que la pintura se seque más rápido y me permita avanzar sobre mi escoba.  Pero vivo acá.  Trabajo acá.  Deambulo por la calle acá.  Entro en el supermercado chino de la vuelta y quiero matar al que estima una inflación del 39 % al año cuando yo estoy duplicando lo que gasto en cada compra cada día desde hace meses.
 
  El hombre es uno con su circunstancia y el artista no es más que una persona con una -grata- desviación en sus pasiones.  No puede escapar de la cotidianidad malsana de estos tiempos y por estos lados.  ¿Es necesario vivir tan mal?  ¿No hay un límite para el maltrato?  ¿Década “ganada”? Pero claro, en comparación, los tiempos que vendrán serán indudablemente peores, por lo que ahora no estamos tan mal…
 
 
 


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